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El delirio de las persecuciones del almirante Brown

 

 

José María Ramos Mejía*

 

 

 

José María Ramos Mejía

(1849-1914)

 

Nació en Buenos Aires, cursó estudios de medicina doctorándose en 1879. Fue uno de los promotores de la agitación estudiantil de 1871, que determinó la reforma del régimen universitario y la orientación científica de los estudios. En 1873 fundó el Círculo médico Argentino, siendo su primer presidente, y en 1882 promovió la creación de la Asistencia Pública de la que fue su primer director. Cuatro años más tarde fue nombrado profesor de la Cátedra de Enfermedades nerviosas en la Facultad de Medicina. Fue Diputado Nacional (1888-1892), presidente del Departamento Nacional de Higiene (1893-1898) y presidente del Consejo Nacional de Educación (1908-1913), cargo que le permitió desenvolver ampliamente la instrucción pública e imprimirle una orientación nacionalista.

Ramos Mejía pertenece a la historia de nuestra cultura como hombre de ciencia, como educador y como hombre de letras. Sus obras, introdujeron en nuestro país los métodos que transformaron la frenología en psiquiatría y la historia en sociología.

Sus obras principales son: Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina; Estudios de Patología nerviosa y mental; La locura en la Historia; Las multitudes argentinas; Los simuladores del talento; Rosas y su tiempo, además de numerosos escritos científicos y literarios.

 

Peores que la realidad misma, son las ficciones desoladas que nacen espontáneamente en el espíritu siempre agitado de los hipocondríacos. La evidencia de una enfermedad grave no conturba tanto el espíritu de un hombre de regular integridad intelectual, como los ensueños y las persecuciones tenaces de una de esas frenopatías silenciosas que van royendo el cerebro hasta conmoverlo profundamente.

La hipocondría es la imagen más pintoresca del sufrimiento continuo.

En la “hipocondría corporal”(1) el paciente manifiesta sus dolores en todas las inquietudes inmotivadas relativas a la salud del cuerpo; en sus llantos continuos, en sus fastidiosas dolencias sin fijación precisa. Sus indeterminados temores y aquella enorme depresión física y moral, son los que dan al melancólico el tinte de profunda tristeza que baña su fisonomía apagada y sombría.

La “hipocondría mental”(2), por sus colores más íntimos, tiene otras faces; es la expresión de una sensación más abstracta y más esencialmente melancólica; es un matiz frenopático menos preciso, si se quiere, pero que ofrece faces mucho más variadas y curiosas. Estas son, por lo general, las dos formas frecuentes.

El aspecto de un hipocondríaco produce un sentimiento de profunda angustia; como que es un espíritu oprimido por las incómodas y temibles inquietudes de mil presentimientos, que lo persiguen. Es un enfermo que invita a sufrir con él, que impone sus infinitos dolores y que lleva el contagio en sus lagrimas y en sus ojos hundidos y opacos; en sus lamentaciones agudas, en sus concepciones extravagantes y hasta en el tinte amarillo y ligeramente azulado tan característico. La melancolía es una enfermedad que marcha por accesos; algunas veces por paroxismos intensos, otras por exacerbaciones progresivas y molestísimas; la cruel ansiedad que suele mezclarse a su profundo abatimiento, da a aquellos rostros desfigurados, con la pupila dilatada y la palidez reveladores, el aspecto angustioso de una persona que se va ahogando lentamente en medio de una atmósfera enrarecida y mefítica.

Cuando se empieza a perder el sueño, las ideas tristes que forman su nota fundamental, comienzan a revolotear alrededor del cerebro fatigado por el insomnio; la cara se arruga, se pone volteriana y llena de sombras, y el cuerpo se encorva bajo el peso de aquella pesadumbre imaginaria. Después se oyen sollozos furtivos y como comprimidos todavía por el influjo mortecino de una razón trémula y asustadiza; luego se presenta el llanto y los suspiros, que alivian tanto el corazón y los pulmones lasos y oprimidos por el enervamiento de la enfermedad, y poco después, la melancolía, con sus estremecimientos sensitivos y sus lampos de lucidez transitorios, acaba de verificar su posesión completa y maligna.

Desde este momento comienzan a presentarse, vestidos ya con su carácter francamente patológico, los temores vulgares de una enfermedad cuyos síntomas sólo él descubre. Las dudas más amargas le asaltan sobre la integridad de sus órganos; oye las palpitaciones de su corazón enfermo, las oye claras, distintamente, por supuesto, o siente las punzadas violentas de la gastralgia que anuncia al hambriento cáncer devorando su pobre estómago; o la sangre se agolpa a su cerebro produciendo los síntomas congestivos precursores de una hemorragia fulminante.

Otras veces son preguntas, como éstas, que se clavan como puñales sobre el cerebro: ¿Porqué está torpe la pierna? ¿Porqué tiembla la mano y el movimiento es difícil en cualquier músculo del cuerpo? Y surge el temor de que la médula ha sido invadida por un proceso terrible que en pocos días lo va a dejar paralítico, inmóvil, petrificado como una esfinge, tembloroso y balbuciente como un “azogado”.

De aquí provienen todos estos regímenes estrafalarios con sus dietas severas y sus frecuentes visitas a los establecimientos de aguas minerales; las lavativas abundantes, los purgante repetidos y el examen diario de la orina y las materias fecales, donde el ojo delirante del hipocondríaco descubre tantos y tan terribles síntomas. “Otros, se creen tísicos y beben tisanas, se aplican vejigatorios, examinan con lentes sus esputos y van a pasar el invierno a Niza. Otros hay que se pretenden diabéticos y llevan a los farmacéuticos sus orinas para someterlas a un prolijo examen, se sujetan a un régimen en particular y tienen cuidado de pesarse cada quince días; otros sospechan una infección luética e interrogan, muchas veces por día, el estado de humedad de la uretra; y en fin otros que, temiendo morir súbitamente, toman precauciones infinitas para alejar toda clase de emociones y no salen jamás sin llevar un detallado papel dando su filiación y estableciendo su identidad”(3).

Pero hasta aquí, si bien el hipocondríaco costea, diremos así, la órbita de una verdadera enajenación, no está aún dentro de ella, sin embargo. Necesita un pequeño impulso, necesita que algún factor circunstancial, activando el vértigo de sus células predispuestas, lo eche dentro; que la razón se adormezca o se atrofie con esta constante proliferación de falsas concepciones que van como el bacterio de la pústula maligna, reproduciéndose, en su medio adecuado, con una ligereza prodigiosa. Cuando comienzan a dar a las sensaciones múltiples que experimenta, una apariencia improbable, una explicación sobrenatural; cuando sobre las cosas usuales de la vida no razona ya con la rectitud de juicio ordinario; cuando se supone perseguido por olores malsanos y pestíferos y cae en ese tedio de la vida profundo, que lleva al suicidio y se cree realmente perdido, arruinado, deshonrado, entonces está ya rodando sobre la rápida pendiente de una enajenación declarada.

Esta explosión de las “persecuciones” es una forma frecuente del delirio hipocondríaco. Cuenta Legrand, en la obra citada, que Morel había conocido un melancólico que desempeñaba funciones importantes en la magistratura, y cuyo primer cuidado al levantarse de la cama, era examinar sus orinas y analizar al microscopio sus deyecciones; después de estas primeras investigaciones, procedía al examen de los alimentos que le llevaban, para cerciorarse que no contenían ninguna sustancia deletérea. Antes de salir para su oficina, recorría la ciudad en distintas direcciones a fin de extraviar a sus supuestos enemigos. Pronunciaba palabras cabalísticas, escupía para no absorber los miasmas funestos que le enviaban, hacía gestos extravagantes y caminaba mirando con desconfianza a todo el que pasaba a su lado. Y sin embargo, conversando con él, nadie hubiera dicho que aquel hombre era un enfermo; que al entrar a su casa se entregaba completamente a sus raras “manías”; que solo comía los alimentos que él mismo compraba aquí y allí para evitar infames “complots”; que se levantaba a media noche para hacerse largas abluciones; y que, en fin, se entregaba a actos completamente irregulares.

Cuando a las preocupaciones nosomaníacas se agrega el decaimiento melancólico, las ideas de persecución, los temores de envenenamiento que agregados a las alucinaciones auditivas caracterizan tanto esta forma; cuando sobrevienen los pensamientos de suicidio y los proyectos de venganza, todo se hace posible y entonces la hipocondría afecta un aspecto temible con la agregación grave y franca de las persecuciones(4).

Entre esta clase de enfermos puede citarse al General Brown.

Pero no eran los temores nosomaníacos lo que más llamaba la atención en él. La hipocondría corporal, con sus aprensiones de enfermedades imaginarias, pasaron bien pronto para dar lugar a este delirio tenaz que fue su característica principal. Es cierto que empezó por creerse enfermo del estómago y del hígado, suponiendo que una lesión grave en el aparato digestivo le iba a cortar la vida, pero muy luego vino el temor de las persecuciones, que estalló en su cabeza con una amplitud y una insistencia perfectamente incurables.

Si bien Brown no tenía el carácter tímido y pusilánime que predispone a esta variedad tan frecuente de aberración mental, manifestaba, en cambio, toda la desconfianza enfermiza que da a los actos y a la fisionomía del perseguido un tinte especialísimo de sombría impaciencia. Sus perturbaciones, al principio vagas e indeterminadas, fueron tomando con la edad y ese trabajo mental profundo, que se conserva durante cierto tiempo velado por la impenetrabilidad calculada, propia de la enfermedad, una acentuación progresivamente maligna, hasta que en los últimos años de su vida, que fue el período agudo de la neurosis, completaron su desarrollo definitivo, haciendo su estado moral cruel, y en ciertos momentos desesperante. El “viejo Bruno”, como le llamaba Rosas, se veía inerme y postrado delante de esa turba infinita de envenenadores “en grado superlativo” que forjaba su mente dolorida y abrumada por el inmenso peso de una melancolía incurable.

Es necesario conocer el estado moral deplorable, la vida mísera de “un perseguido” para comprender hasta dónde llegaban sus amargos sufrimientos. Sea que haya en ellos una exageración inconsciente, “sea que los fenómenos percibidos tengan en realidad una agudez extrafisiológica”, el hecho es que los más pequeños incidentes adquieren inmediatamente la significación más desfavorable. Para ellos todo ha cambiado a su alrededor. Ya no se prodigan las mismas caricias y los mismos cuidados; sus quejas las reciben con un rostro frío e indiferente, les sorprenden sus más secretos pensamientos, se les quiere hacer hablar contra su voluntad, se les domina, se les ultraja. No exhalan ninguna queja precisa, no articulan ningún reproche positivo, no formulan ninguna apreciable, pero se declaran atormentados de mil maneras diferentes: unas veces sienten impresiones anómalas muy dolorosas y deploran amargamente los procedimientos infames y pérfidos que se despliegan en contra suya, las celadas que se tienden a su buena fe, las torturas morales con que los asedian sin cesar(5).

A medida que estas torturas aumentan; que los manejos subterráneos, los maleficios formidables y ocultos que el perseguido clasifica con epítetos extravagantes, aumentan y se multiplican; que sienten las descargas violentas que le aplican a sus enemigos; que percibe el veneno en el alimento, en el agua que bebe, en el aire que respira; cuando ve que le imantan sus cabellos, sus ojos, sus dientes; al notar que su lengua se petrifica y se seca obedeciendo a mandatos diabólicos, y ahogando el lamento de angustia que es el supremo recurso del que se siente asediado por los íncubos del delirio; cuando, en fin, se le hace respirar vapores malsanos, se le contamina su ropa, se le inyectan gases mefíticos por la cerradura de su puerta y se echa vitriolo en su vino, y azúcar en su café, y opio en sus alimentos, y arsénico en su pan... ¡Oh! entonces el terror intenso, irresistible, la negra y cruel “panofobia” se apodera de su cabeza, y el delirio franco, e incesante se organiza, tomando un cuerpo tangible casi como dice el autor de la “Folie heréditaire”.

Entonces el perseguido oye clara y distintamente las voces que le denuncian los manejos, el número y la clase de los enemigos; voces agrias y destempladas que gritan a sus oídos palabras soeces que lo llenan de injurias, que le cantan mil himnos de infamia y lo llaman por nombres denigrantes. Las circunstancias más pueriles –dice Legrand Du Saulle– las interpreta siempre en el sentido de sus ideas delirantes; la risa de un transeúnte le cubre de ridículo, el mugido del vientre lo amenaza, el tañido de la campana lo injuria; las palabras proferidas a distancia abren a su imaginación asustada todo un horizonte de maquinaciones y de complots. El canto de los pájaros le avisa que van a penetrar en su casa por medio de llaves falsas, y el ruido del martillo le sugiere que se está ya clavando su ataúd; y como si no pudiera, algunas veces concentrar en si mismo las impresiones melancólicas que lo asedian, sobre todo en los primeros tiempos de su enfermedad mental, se confiesa sin reserva al primer venido, se descubre sin temor, y cuenta sus tristezas, sus tormentos y sus males.

En ese cuadro lleno de luz está pintado con algunas ligeras variantes todo el estado mental ilustre “melancólico”que nos ocupa.

La concepción delirante que con mayor tenacidad le asediaba, y que por cierto es la más cruel de las que se apoderan de los “perseguidos”, era el temor de los envenenamientos.

Por eso vivía constantemente preocupado, tratando de descubrir a sus enemigos, averiguando, inquiriendo, estudiando las maneras tenebrosas de que se valían para envenenarlo; cual sería el plato que podría comer sin peligro, el agua que podía beber, el aire respirable y depurado de todos esos gases asfixiantes que le enviaban “los ingleses” sobre todo, sus más incansables envenenadores según el mismo decía.

Como el más tímido de los perseguidos, que nunca habita dos noche bajo el mismo techo, que no come dos veces en el mismo plato, que cambia de nombre, que se disfraza y huye atolondrado, Brown jamás comía “su comida”, sino en que a la hora en que lo verificaba la tripulación, pedía algunos de los “mochaches” un plato de carne y una copa exigua de vino como único alimento.

La cocina fue, por muy repetidas ocasiones, objeto de sus más estrictos cuidados, haciendo vigilar y comentando los menores actos del cocinero que, como se sabe, desempeña en las preocupaciones del perseguido un papel muy importante. Es, para éste, un personaje siniestro, de cabeza oscura, de miradas diabólicas y llena de duplicaciones mortíferas; un árbitro satánico de la vida del amo, que en un rato de mal humor se echa en brazos de los “envenenadores” y se la arrebata con una narigada de la “estrignina” o de “ácido prúsico”, vertido misteriosamente en la sopa o en el postre favorito.

Para evitar que de acuerdo con él se introdujeran los conspiradores por el caño o por los intersticios del buque, echándole los tósigos consabidos, tomó el más original de los temperamentos, nombrando “encargado de la cocina” a un oficial de graduación llamado Almanza. Llamóle un día a popa, en donde se andaba paseando, y después de saludarlo afectuosamente y de examinarlo de arriba abajo, le dijo con un aire misterioso y asustado:

– Usted tiene que prestarme un servicio muy grande. Usted sabe que a bordo hay un sinnúmero de “invenenadores” que quieren envenenarme la comida, el agua y hasta el aire, y el día menos pensado tendremos una horrible mortandad. Es necesario que usted como oficial de honor, y en quien deposito mi confianza, se haga cargo de la cocina de la tripulación, y observe los menores movimientos del cocinero y de sus ayudantes.

Y al decir esto, Brown se acercaba más al oído de Almanza expresando en su fisonomía transformada todo el terror agudo que lo dominaba.

El oficial obedeció aunque de mala gana, pero poco después, y como era de esperarse, la desconfianza de Brown tocóle también a él: la comisión que le había confiado el Almirante le hizo perder la consideración y el respeto de sus subordinados, y un día que entraba a la cocina, un marinero portugués llamado Gandulla, le asestó puñaladas dejándolo muerto en el mismo sitio(6).

Este breve episodio es el resumen más característico de sus innumerables incongruencias, y revela por sí solo la forma de su enajenación. Las “manías” de que hablaban tanto sus oficiales, las locuras del “Viejo Bruno” como les llamaba D. Juan Manuel, y esa “nostalgia terrestre” a que se refiere el Dr. D. Vicente F. López, no eran otra cosa que las explosiones de su delirio, expresadas con tanta elocuencia en estas mil extravagancias a que se entregaba en la inquietud; extravagancias que después fueron exteriorizadas por la irresistible impulsión que obliga al perseguido a hacer a todo el mundo partícipe de sus temores.

Cuando estaba en tierra, vivía lejos de la ciudad, lejos de todo contacto humano; en una casa solitaria, sombría, medio oculta entre inmensos pajonales y en el centro del bañado que extiende hacia las bocas del Riachuelo. Era la casa de un misántropo, rabioso e impaciente, sobre cuya puerta y en presencia de aquellos paredones lóbregos y especialísimos, de aquellas sombras que lo envolvían como un sudario, un médico hubiera leído este triste letrero: “aquí vive un hipocondríaco perseguido”. En este bañado húmedo y desamparado estaba oculto su único retiro.

Sus formas mismas contribuían a darle un aspecto particular y desolada: “era –dice el Dr. López– un cuadrilátero estrecho y elevado de tres pisos, agujereado en algunos puntos con ventanillas corredizas, a la inglesa, y con pilastras superiores que le daban los aires de un torreón lóbrego con almenas. Allí era donde el bravo marino se envolvía a devorar las hors insoportables del ocio: la inacción y el fastidio levantaban en su alma los vapores sombríos de la hipocondría. “Se tomaba entonces por un ser predestinado a la desgracia y a la nulidad: un delirio doloroso se apoderaba de sus ideas y le inspiraban ciertas manías de suicidio” que no tenían otra causa que el peso de una vida abandonada a los monólogos de la soledad, con su carácter ardiente “nacido para el movimiento pero soñador y silencioso en la inacción”. Estas mismas emanaciones fosforescentes y vagas que enfermaban su alma, eran quizás el germen verdadero de sus grandes cualidades; puesto que cuando la actividad y la guerra venían a sacudir y a despertar sus nobles instintos, esas sombras se convertían en ráfagas de luz; y no bien oía que la patria necesitaba a su espada, cuando los delirios desaparecían como por encanto”(7).

Pero aquel fluido maligno que crispaba sus nervios oprimiendo su cerebro, volvía a producirse aumentando, creciendo, hasta que su exceso, que necesitaba una válvula de escape, reproducía con más bullicio y a veces con mayores consecuencias, las dolorosas escenas que llevaban al espíritu sagacísimo de Rosas, el convencimiento de que el “Viejo Bruno” era simplemente un loco que profesaba una especia de culto enfermizo a la fidelidad jurada.

Así pasaba él y poco le importaban las persecuciones extravagantes de que hacía víctima a sus oficiales: quería sus servicios y le dejaba en cambio que buscara a los envenenadores de la manera que más le conviniera.

Tomáronse un día en pelea dos marineros ingleses, uno de los cuales cayó muerto a consecuencia de un grueso aneurisma de la aorta torácica. Inmediatamente después de recibir la noticia, levántase el General precipitadamente, como herido por una sospecha terrible, y después de llamar a gritos al Dr. Soriano, su médico y amigo, le dijo:

–¡Es el veneno, Doctor! ¡Es el veneno! –y el pobre viejo abría desmesuradamente sus ojos llenos de luz– es el veneno que está trabajando aquí a bordo; yo desde ayer lo siento, a mi también me lo han dado(8). “Mira Doctor Soriana”, Usted no sabe lo que pasa a bordo; los marineros son muy astutos, algunos de ellos están “confabulados” son los “invenenadores”; fingen una pelea, se “agarran” como lo han hecho ahora con falsos pretextos, para ocultar el veneno que ya tienen adentro. ¡Oh miserables!”,

Y Brown cerraba convulsivamente los puños y se paseaba lleno de agitación, mirando con esa ira expansiva y extremosa de los maníacos, a todos los que tenía a su alrededor.

Cuando el Almirante llegaba sobre cubierta con la gorra ladeada, la oficialidad sabía que ese día no contaba con su cabeza. Aquella puerilidad elocuente marcaba la presencia de un acceso; y entonces las persecuciones eran doblemente encarnizadas: no entraba nadie a bordo que no fuera, de su parte, objeto de detenidas pesquisas, de preguntas ridículas, de miradas e indagaciones llenas de la más profunda desconfianza.

Las mujeres de los soldados tenían permiso para ir abordo ciertos días. Una de ellas llegó casualmente al “Belgrano” en momentos en que la gorra del General marcaba con más insistencia que nunca una crisis negra fortísima. Traía en la mano algo que, por los cuidados que le dispensaba, llegó a despertar sus más vivas sospechas; chocóle, sobre todo, la desfachatez y la provocadora confianza tan propia de la guaranga prostituta, con que se presentó aquélla mujer, que buscaba en la amistad de los marineros los medios de ganarse la vida.

Apenas había dado algunos pasos sobre cubierta, cuando Brown se acercó a ella precipitadamente y arrojándole una mirada llena de ira;

– Usted es una pícara –le dijo– Usted viene a bordo “sin tener a nadie de quien condolerse en sus trabajos y penurias”. ¡Cómo si el buque fuera una casa de prostitución! ¡Ah, miserable!...

Y empujándola con torpeza la mandó poner en la “barra” de los pies, con centinela de vista, prohibición de hablar con nadie y supresión de toda clase de alimento. A las cuarenta y ocho horas hizo sacarla sobre cubierta, y después de haber formado toda la tripulación le dirigió estas palabras, agitando en sus manos el atadito que traía maleficio y que solo contenía tortas inocentes, caramelos, cigarros y un frasco muy largo de agua de colonia: provisiones dispensables para toda mujer que va de paseo a cualquier parte.

– Esa mujer venía abordo, sin conocer ni querer a nadie. Venía con todo esto que está envenenado –y mostraba a la tripulación los cigarros y las tortas pegadas dentro del pañuelo–. Ved cómo los envenenadores de tierra se valen de los hombres y de las mujeres para asesinarme.

Hecho esto, mandóla a tierra, entregando el pañuelito al que llevaba el bote, con grandes recomendaciones de que no fuera a comer nada de lo que había adentro, porque caería inmediatamente muerto. En seguida, escribió una carta al Capitán del Puerto; nota curiosísima que debe conservarse en los archivos de aquella oficina, ordenándole que en lo sucesivo tomara una lista de las mujeres que iban a bordo, especificando el nombre y clase de persona que deseaban ver. Que debía tener mucho cuidado con lo envenenadores, como la mujer aludida, cuyos cigarros y caramelos venían llenos de venenos, según lo había declarado el mismo doctor Sheridam(9).

La leche, la grasa, la fariña y sobre todo el café, con el cual, según decía, los ingleses lo habían querido envenenar en las Antillas, eran objeto de un escrupuloso y detenido examen. Y como sospechaba hasta del vino que traían especialmente para él, se servía con su propia mano la ración de un marinero. Rechazaba todo alimento que le ofrecieran con insistencia, porque ¡quién sabe que ingredientes sospechosos le habría puesto el cocinero! Cuando tomaba el vino o el agua hacía que primero la tomara un soldado o su abanderado Roberts, en quien al parecer, depositaba una amplia confianza. Los sufrimientos del estómago, un ligero cólico, la náusea o un dolor cualquiera en la región de los órganos digestivos, despertaba en su espíritu grandes sospechas de envenenamiento; se creía ya víctima de los fuertes efectos de un tósigo imponderable, de las maniobras atentatorias de sus enemigos, que, recurrían a mil subterfugios ocultos porque no podían envenenarlo en la comida.

Cuando esas crueles ideas nacen con tal persistencia, la vida del “perseguido” se hace angustiosa y difícil. Se disfrazan de todas maneras para escapar a las supuestas asechanzas y recurren, como Brown, a los expedientes más ingeniosos para procurarse un alimento sano; y esto último con tanto más ingenio y mayor apuro, cuando que algunas veces el hambre y la sed apremian su estómago desesperado. Esta alimentación incompleta altera profundamente la nutrición, cuyo estado precario se revela en el aspecto lánguido y deprimido de la fisonomía, en el tinte cetrino y verdoso de la cara, en la pobreza de sus carnes flácidas y movibles. La nutrición languidece a consecuencia de la enfermedad del centro inervador, y esta depresión profunda repercute a su vez en el cerebro, cuyo estado se agrava más y más, estableciendo el círculo mórbido que sólo rompe la muerte muy rara vez la curación completa.

Si el perseguido por estos pavorosos temores es un hombre ilustrado, tanto peor, porque compra y devora en sus cargas veladas, obras de química, tratados de toxicología, cuyas lecturas puede decirse con propiedad, envenenan la inteligencia predispuesta, completando el trabajo de la enfermedad. El estudio de los tósigos los cautiva y “toda su atención se dirige a averiguar los medios rápidos de neutralizar una subsistencia nociva; si es extraño a las cosas de la ciencia, lleva sus alimentos o sus deyecciones a un boticario para que le diga cuál es el veneno que se encuentra allí; y asediado por los cuidados que le preocupan, termina por ceder su lugar a los envenenadores, abandonando ansioso su país, su hogar, y su familia, viviendo aquí y allí, y entregándose a esa vida cosmopolita y agitada que terminará un día u otro por un crimen o por un suicidio”.

Es infinito el número de anécdotas curiosísimas a que ha dado lugar Brown con sus persecuciones imaginarias. En los últimos años de su vida se había hecho intransigente, intratable, hasta para el mismo Rosas. La edad avanzada, disgustos profundos y secretos, –porque a nadie revelaba sus pesares–, habían dado a su neurosis esa amplitud dolorosa que encierra al perseguido en el ancho círculo de sus amargas ansiedades.

El número de envenenadores crecía con rapidez pasmosa, y no contentos ya con envenenarle la comida, ideaban los tormentos que él revelaba en los llantos de sus lamentaciones nocturnas, tan frecuente y tan llenas de las más honda melancolía. –¡Por Dios, no me atormenten! ¿Por qué me quieren envenenar?– decía encerrado en su camarote e interrumpiendo el silencio de aquellas noches de a bordo tan tristes y lóbregas... Si quieren matarme, peléenme, mas no así, cobardes, traidores, miserables, y veinte veces asesinos!

El pobre viejo se levantaba con precipitación, el oído atento, la mirada vagabunda y extraviada. Y enardecido por las alucinaciones auditivas comenzaba a pasearse arrastrando trabajosamente la pierna y amenazando con sus puños a aquellos seres extraños e invisibles, que le hablaban en su propio idioma y que sin embargo no podía ver. Pero él los había sentido muchas veces acercándose hasta tocarle sus blancos cabellos, profiriendo en su oído amenazas de muerte. En tierra, habían venido al pie de sus balcones a ultrajarle impunemente y esparcir en la huerta, en las mismas ventanas del aposento, el veneno con el que pretendían ultimarlo. Le han hablado al oído, ¡oh, de eso estaba seguro, cruel realidad de la alucinación!, le han golpeado a su puerta, se han trepado por la escalera con tumultos de gente descalza, introduciéndole por el ojo de la llave mil gritos mezclados con silbidos y murmullos extravagantes.

En la noche callada, cuando vanamente se recogía para conciliar el sueño, ha sentido de nuevo aquellas voces terribles que le hablaban por el caño de la chimenea, por la grieta de la vieja puerta rejada, por el respiradero del techo, por la boca de un frasco, dentro de las hoja de un libro; o que le amenazaban en la pieza inmediata llenándole de improperios: “¡Vendido! ¡renegado!”, le decían, y en vez de una blasfemia, sonaba una carcajada estruendosa, pero lejana y medio difusa: “¡Tú no eres irlandés, estás impenitente, envenenado hasta los huesos! ¡Miserable, míranos a la cara, allá vamos, prepara tu alma, ¡oye! ¿sientes? ¡mira al infierno!”. Y con todo el terror de un niño desvelado cuando siente que le tiran de las cobijitas en medio de la oscuridad de la noche, se levantaba de su cama tembloroso, prendía la vela para verlos, buscaba debajo de su lecho, dentro del armario, detrás de las sillas, pero todo en vano. En vano, es claro, porque el perseguido “no ve” a sus perseguidores.

Después tornaba por un momento a la tranquilidad deseada, hasta que las voces volvían a hacerse oír con doble intensidad, en el chisporroteo de la vela que se quema indiferente y soñoliento, o en el ruido del viento que se cuela por la rendija de la vidriería, y que en las noches de invierno ventoso simula tan bien el quejido y los tonos, ya fuerte, ya suaves, de la voz humana que ríe, insulta y a veces se lamenta en un prolongado quejido que termina en un nota apagada y profundamente melancólica, como si la voz quejumbrosa de un niño herido se lamentara por el ojo de la llave. Y cree y crece siempre con una lentitud perezosa, hasta que, como empujando de atrás por una ráfaga ambiciosa, estalla en rugidos agudos y vuelve en seguida a perderse en imperceptibles rumores. Unas veces parece el “¡hurrah! prolongado de un “escuadrón que carga espada en mano” y después repentinamente, se transforma en el canto de guerra de un ejército de insectos... echad sobre el oído de un alucinado, una corriente de este viento que grita y que habla “como un cristiano”, y veréis aquel cerebro lleno de tan tristes fantasmagorías agitándose ansiosamente.

En algunos alucinados la enfermedad no adopta la misma marca, sino que oyen primeramente el ruido dulce y armonioso de una pequeña fuente después el murmullo de un agua que gorjea y muje, más tarde cadencias musicales, el silbato de una locomotora, voces confusas, palabras necias, agrias, injuriosas y finalmente ultrajantes. Así va subiendo el tono del insulto y de la burla, hasta que la audición mórbidas hace intolerable, el delirio se organiza y el perseguido pierde completamente la razón(10).

El día y la noche las producen igualmente, pero la noche con su silencio y misteriosa quietud presta más ancho campo a estas persecuciones anómalas, fecundadas por el insomnio y la soledad en que arroja al perseguido su triste y dolorosa misantropía.

De día, las ocupaciones apremiantes del oficio servían a Brown como una derivación saludable, disminuyendo el eretismo habitual de su cerebro; pero de noche sus impulsos perseguidores (porque el perseguido se hace al fin perseguidor), entraban en ebullición, produciendo todos estos episodios curiosos que entonces autorizaban el diagnóstico popular. Era a la luz del día cuando se entregaba a sus pesquisas extravagantes, dando caza a sus enemigos y frustrando las conspiraciones tenebrosas que se fraguaban a su alrededor.

Días antes de darse la vela para Montevideo, y en una bellísima mañana del mes de Octubre de 1840, un marinero portugués limpiaba tranquilamente un bagre amarrado a la jarcia del trinquete. Como era de costumbre, el General había madrugado mucho esperando sorprender, como siempre, a alguno de sus asesinos en momentos de confeccionar el tósigo consabido. No bien había trepado sobre cubierta, cuando vio a proa, y sin experimentar ese temblor convulsivo que sacudía sus carnes en situaciones análogas, al marinero que descamaba entusiasmado su fácil presa.

– Venga acá ese hombre– gritó con toda la fuerza de sus pulmones –venga acá ese... ¿Cómo es su nombre?

– Antonio, señor General.

–¿Qué hacía usted con “esa pobre pescadita” ?

– Lo estaba limpiando para comerlo, señor.

– No lo ha de comer a bordo de este buque– gritó Brown enfurecido –Usted está “invenenándolo”, ¡miserable! “para lo hacerme comer”. Usted es el mayor envenenador que ha venido aquí, y ahora “misma” lo voy a mandar afuera! ¡Ah! canalla, a la madrugada, a la madrugada, eh, cuando yo estoy “dormiendo; los pobres “pescaditas” también sirven para darme veneno.

Dicho esto ordenó al abanderado hiciera señales a la “25 de Mayo” para que mandara su bote; y mandó al guardián redujera en pedazos al pescado, lo pusiera en una caja de lata y bien tapado lo enviara a tierra para ser enterrado lejos de la ribera.

– Porque este pescado –añadía paseándose a popa con cierta agitación supersticiosa– está “envenenado”, y arrojándolo al agua contaminaría a los otros pescaditos que vendrían a caer a las “líneas” de los marineros.

Cuando el bote de la “25 de Mayo” atracó al costado del “Belgrano”, el General hizo descender al marinero y entregándole al oficial una nota para el Comandante King, le dijo dándole la caja:

– Tenga cuidado “en no abre” la lata; en ella va el veneno con que este pícaro quería asesinarme.

Después se supo que a este desgraciado le habían aplicado cincuenta azotes y enviado a tierra.

Otras veces la víctima de esas persecuciones inmotivadas era un oficial de graduación, el médico o alguna otra persona altamente colocada a su lado y a quienes tomaba, cuando no era como asesinos, como cómplices o espías. Una tarde, por ejemplo, el oficial Alzogaray fue bruscamente detenido por él en momentos en que subía sobre cubierta:

– Usted está arrestado en su camarote hasta segunda orden– le dijo arrojándole una mirada bañada de la más grande desconfianza. – Usted es “envenenador de primer grado”, continuó. Siempre han sido los de inferior clase los que aquí querían matarme, pero ahora son los oficiales.

Sorprendido el oficial por aquellas sospechas tan extravagantes, quiso replicar, pero Brown, levantando el brazo, le dijo con dignidad:

– ¡Ni una palabra!

Durante tres días estuvo con centinela de vista, y no se le pasaba sino té, café y galleta. Algunos días después la escuadrilla de Montevideo salía del puerto, y como Brown se preparaba a batirla, mandó ponerlo en libertad, diciendo que “era preciso no privar al Sr. Alzogaray de cumplir su deber”. Cuando regresaron a Buenos Aires lo envió a tierra pretextando que no lo necesitaba; pero el gobierno –dice el manuscrito de donde tomamos la anécdota– volvió a mandarlo a bordo porque sabía que el General, en esos casos, procedía casi siempre bajo el influjo de sus “manías”.

Lo que no le conocemos a Brown, son todas esas frases y expresiones usuales de los perseguidores, pero es indudable que, como todos ellos, “se le hacía hablar contra toda su voluntad, le dominaban la inteligencia, lo insultaban y amenazaban mentalmente, le adivinaban sus pensamientos, impidiéndole hacer tal o cual cosa porque había dejado de pertenecerse, y lo dirigían como querían y repetían sus palabras y hablaban por su propia boca”.

Todos estos enfermos se componen de vocabulario aparte, y crean una multitud de neologismos en relación con su educación, su medio social, sus concepciones delirantes y con la naturaleza y la calidad de las persecuciones de que se creen víctimas. En sus términos extravagantes y tan llenos de imágenes se encuentra muy fácilmente la prueba elocuente de todos los tormentos que lo agitan, de los dolores que lo afligen; y con verdadera sorpresa –dice Legrand– nos preguntamos algunas veces, cómo, enfermos completamente iletrados, pueden retener ciertas expresiones técnicas tomadas en su mayor parte a las ciencias físicas(11).

El vocabulario del Almirante era relativamente reducido, aunque muy elocuente y característico. Para él había “envenenadores de primero, segundo y tercer grado, y en grado superlativo”, que era el ideal del envenenador consumado, especie de artista diabólico, con mil filtros a su disposición, y con un ingenio agudísimo para la difusión de los venenos. Esta era, como vamos a verlo, su manera habitual de clasificarlos, aun en los documentos oficiales, en sus cartas y extravagantes alocuciones a la tripulación.

Encontrábase una mañana el Sr. Alzogaray asentando en el libro de la tripulación, la filiación de cinco marineros que le habían enviado de tierra, cuando al llegar al quinto lo detuvo bruscamente, borrando con su índice el nombre Jorge Foister marinero inglés, sobre quien, según él, recaían horripilantes sospechas.

– ¡Oh! –dijo– esto lo conozco; ha sido peón mío y ya en otras ocasiones ha intentado envenenarme. Es un inglés, un inglés enviado... y Brown miró a su alrededor con desconfianza y como si temiera decir por quién era enviado.

¡Un inglés! Esto era muy grave para el Almirante. Traído a su presencia preguntóle si lo conocía; el marinero contestó que sí; “que estando un poco pesado de la bebida” se habían enganchado. Hecho minuciosamente un detenido interrogatorio sobre sus “siniestros proyectos”, mandóle con centinelas de vista al palo mayor, e hizo señales a la Capitanía para que enviaran la falúa, pues no consentía que sus bote fueran a tierra(12). Después de redactar él mismo la curiosa nota que va a leerse, reunió a sus oficiales, y en su media lengua encantadora y graciosísima, les dijo estas textuales palabras, resumen pintoresco de su infortunio cerebral:

– Esta “pícara” inglés –y levantaba el índice a la altura de la oreja en actitud de cariñosa amenaza– quiso “invenenarme” en mi quinta, hacen como “cinco años”, para cuya operación había llevado una “botijoila” de “aciete” para echarla en mi comida, sin que el pobre “cocinera” de la casa se apercibiera. Felizmente el olor descubrió todo aquel infame y abominable crimen que, a no ser esta circunstancia, habría recaído sobre “las” inocentes.

Terminada la alocución, hizo embarcar al marinero, entregando al oficial la nota que iba dirigida al Capitán del puerto, y concebida en estos términos: “Se destina abordo al envenenador Jorge Foister, en “grado secundario”, pues su tentativa intencional no tuvo efecto por la intervención benéfica de la Divina Providencia. Guillermo Brown(13).

El episodio dio origen en tierra y aun en las regiones oficiales a grandes comentarios, y la nota –dice el manuscrito aludido– anduvo en el “Bajo”de mano en mano. El marinero, que según perece era una persona de buenos antecedentes, fue empleado en la Capitanía como patrón de falúa, y cuando el Coronel Seguí en el año 42 pasó al Paraná con la escuadrilla, lo hizo oficial a bordo de la goleta “Libertad”.

Hay algo más que complementa la pintura de sus perversiones mentales; detalles característicos que llevan el rastro imborrable del delirio de las persecuciones: los largos monólogos, que sólo eran escuchados por el camarero de confianza; sus actitudes cautelosas y aquella reserva tenaz que daba al rostro la expresión profunda de dolor, mezclado a una desconfianza suprema y enfermiza.

Tenía en su cara la movilidad nerviosa que pone en constante movimiento hasta la última fibra muscular, exteriorizan los sentimientos y las múltiples ideas, que germinan atropelladas en el cerebro de estos desgraciados. Cuando los temores de envenenamiento recrudecían y las manos invisibles le rozaban el cabello y le quitaban la fuerza a sus piernas y a sus brazos; le arrebataban el sueño y neutralizaban sus facultades; le envenenaban sus alimentos y le quemaban el estómago, etc., cuando oía aquellas voces agrias e incómodas que tornaban a intimidarlo con sus eternas amenazas, empujándolo al suicidio: entonces su rostro se transformaba de una manera tan cruel como radical.

¡Y como se transformaba! Aquella fisonomía siempre iluminada y bondadosa, llena de suprema dulzura y de augusta resignación, perdía la suave ondulación de sus líneas y se hacía torva, adusta y hasta innoble.

En sus súbitas y múltiples alteraciones todos conocían cuándo le asaltaban sus crisis; la visera de la gorra iba cambiando de lugar como empujada suavemente de adentro por un impulso secreto y misterioso; iba desde la frente recorriendo toda la cabeza hasta fijarse en el mismo occipital: la visión quedaba libre completamente, el horizonte limpio y él podía sin trabajo presenciar el desfile de sus perseguidores imaginarios.

Las arrugas múltiples de su cara plegada y flácida se hacían más profundas y oscuras, las sombras negras; el ojo brillante y movible, revolcándose en la profundidad de una órbita demasiado grande, se agitaba como delirando en su empeño vano de ver al que hablaba al oído, le amenazaba por la rendija, se burlaba con palabras soeces por el ojo de la llave, o reía por el caño de la chimenea. Un temblor creciente y continuo se apoderaba de las manos, que nada tomaban sin romperlo; la marcha se ponía fácil por la estimulación inclemente del acceso; la visión torpe y confusa, el labio caído y la lengua que le parecía más larga, agitada por movimientos rápidos de vaivén y en continuo contacto con los labios secos y como despellejados.

Concluidos estos espasmos de su inteligencia, el rostro volvía de nuevo a adquirir su plácida jovialidad; el músculo, recuperando su tonicidad normal, restituía a la cara su expresión de salud y alegría; y de las sombras de aquellas noches transitorias, aunque frecuentemente repetidas, sólo quedaba la penumbra expresada en la arruga pálida y tenaz que deja la suprema agitación del delirio.

La desconfianza inmensa que, como se ha visto, era el rasgo prominente de su estado, impulsábalo en muchas ocasiones a maltratar a sus más fieles servidores, con sospechas injuriosas de complicidad; lo llevaba más lejos todavía obligándolo a matar con sus propias manos, las aves que debían servirse en la mesa, no sin un escrupuloso examen de sus vísceras inocentes. Así cuentan que hacía en aquellas célebres y misteriosas comidas con el Dr. Oggan en que ambos desplumaban la víctima y la cocinaban secretamente para desviar la acción oculta de los envenenadores.

En el mecanismo doméstico del buque, no permitía la intervención de nadie en lo que a él le pertenecía. Él mismo guardaba su vino y su tabaco, y se procuraba con su mano el agua para sus usos.

Cuando se concluía la de aquel célebre botellón que nadie podía mirar con demasiada insistencia, so pena de despertar terribles sospechas, tomábalo en sus manos y se dirigía a popa munido de una cuerdita con la cual sungaba el sagrado adminículo. Esta delicadísima operación, naturalmente, no se hacía a vista y presencia de todo el mundo, porque tenía buen cuidado de retirar a toda la tripulación, ordenando al oficial de servicio que la vigilara colocado en el castillete de proa. Bastó que una vez un sargento se comidiera a llevarle la botella, para que lo mandara dar de baja. Y en otra ocasión, su camarero de confianza fue expulsado violentamente y amenazado con una bayoneta por haberse atrevido a tocarlo, con el pretexto de mudarle el agua y limpiarlo.

La manera singular de vivir es otro signo elocuente que ayuda el diagnóstico. Ya hemos visto que vivía aislado, oculto a toda investigación humana y fortificado contra los curiosos o los impertinentes que trataban de verlo. Aquella casa lóbrega y oscura, envuelta en su atmósfera perpetuamente húmeda, influía visiblemente en la agravación de sus delirios: la soledad y la inacción vegetativa en que entraba cuando la patria no necesitaba de su brazo, daban inmenso pábulo a sus ideas de persecuciones.

Nunca decía de quién las temía, pero profesaba un odio secreto a los ingleses, cuyas tentativas siniestras había sorprendido alguna vez. "No las temía del país ni de sus hijos, porque no sólo sabía cómo le amaban, sino que él mismo los amaba con una pasión profunda que podríamos llamar exaltado patriotismo. Sus desconfianzas tenían otro origen; pues no obstante que ha muerto bajo las mismas impresiones y sin revelar su secreto, es probable que esos delirios tuvieran su causa en el gobierno inglés; porque Brown era irlandés y católico; dos circunstancias que en aquel tiempo pueden explicar muy bien aquellas excentricidades del carácter que la tradición popular de su tierra y la educación, quizá, habían connaturalizado desgraciadamente en su alma desde niño"(14).

Son muchos los perseguidos que llevan su misantropía hasta este grado de aislamiento completo, y que, como Brown, no hablan jamás a nadie, ni salen sino rara vez de su casa, de su cuarto o de su reducto, inexpugnable como la solitaria casa en que vivió aislado 25 años un perseguido legendario de los alrededores de Troyes.

A fin de escapar a toda mirada indiscreta, a todo contacto peligroso, a toda persecución atentatoria, se encierran voluntariamente, arrastrando una vida selvática y que por lo general termina por el suicidio. Un criado o algún miembro de la familia que inspire confianza, si es posible que alguno se la inspire a un perseguido, le alcanza por un agujero la comida, o bien se la procuran como pueden y viven un larguísimo tiempo de la manera más problemática. Más tarde la curiosidad de algún indiscreto o la autoridad misma, que a menudo interviene, entra en la casa y lo encuentra, o muerto naturalmente, colgado de un tirante, o degollado(15).

Estos enfermos, que a los ojos de las gentes de mundo pasan simplemente por originales o extravagantes, son de ordinario "perseguidos" "que tienen todas las convicciones delirantes que caracterizan ese estado mental; a veces no sufren las alucinaciones del oído, y escapan a las torturas incesantes que ellas engendran"; pero otras, como sucedía en Brown, las alucinaciones existen de una manera tenaz, constante, a punto de hacer insoportable la vida arrastrada entre las espinas de un delirio inclemente.

Y para comprender hasta dónde era visible su "delirio de las persecuciones", basta recordar aquel curiosísimo episodio que el Dr. López refiere en la Historia de la Revolución Argentina, a propósito de la misión que acerca de él llevaban Guido y Riera. "Es de presumir que cuando estos caballeros llegaron a la quinta –dice el Dr. López– Brown estuviera bajo el influjo de algún acceso(16); pues a pesar de que solo eran las diez de la mañana, todas las puertas, portones y ventanas estaban herméticamente cerradas, y la plaza en perfecto estado de sitio. En vano fue dar gritos y golpes: nadie respondió. El Sr. Riera dio vuelta, pasó una zanja y se aproximó al castillo para golpear una de sus puertas. Entonces "alguien, con una voz airada, respondió de atrás, que allí no se dejaba entrar a nadie y que se retiraran". Habiendo conocido por la voz y por la manera inexperta de hablar que era el mismo General que daba la orden, Riera le gritó: – General Brown, nos manda el gobierno porque la patria necesita de Vd. soy Riera, con su amigo de Vd. el General Guido. Salga al balcón y nos conocerá. Brown no respondió, pero un momento después abría una ventana del piso superior para reconocer a los que le hablaban. Vio en efecto a Riera y a Guido, y bajó a abrirles. Nos contaba el General Guido en Montevideo, que al pasar por el zaguán no habían podido menos de fijarse en dos o tres macanas nudosas, una larga espada y algunas tercerolas agrupadas en algún rincón, con la mira de resistir a algunos de esos asaltos imaginarios con que soñaba sin cesar"(17).

Así, con estas intermitencias fugaces de una lucidez completa, cayendo y levantándose, vivió hasta los ochenta y tantos años aquel hombre benemérito, que "en medio de estas extravagancias dolorosas era a la vez un dechado de honradez, un corazón lleno de bravura y como un niño por la inocencia de sus procederes".

 

 

Capítulo VIII

 

 

Veamos ahora si en los antecedentes del ilustre perseguido podemos rastrear el origen de su enfermedad.

De las afecciones mentales de "tipo moderno", diremos así, el delirio de las persecuciones es una de las más frecuentes. De 4.200 enajenados –de toda edad, sexo y posición social– examinados en el Depósito Municipal de París por Legrand Du Saulle, 700 eran "perseguidos", lo que según él da la proporción de uno sobre seis. De 96 de éstos, revisados por Laségue, 58 eran hombres y 38 mujeres; y de 140 estudiados por Legrand, 81 eran hombres y 59 mujeres, lo que significa que la enfermedad, a pesar de ser muy frecuente en la mujer, lo es más en el hombre. Esto en cuanto a su frecuencia.

En cuanto a la edad, parece que en la que se observa con mayor frecuencia, es en la de 31 a 45 años, época en que Brown debió sufrir sus mayores trastornos de fortuna y en que fue atacado por la fiebre amarilla, durante su larga y penosa peregrinación a bordo del "Hércules"; la época por excelencia de las grandes luchas de la vida, de las labores sostenidas, de las emociones más vivas, de las pasiones, de las ambiciones, de los desencantos amargos, como ha dicho muy bien Legrand du Saulle.

Además de las influencias hereditarias que desempeñan un rol fundamental en la etiología de casi todas estas neurosis, también tienen una influencia positiva los disgustos prolongados, las luchas morales, los reveses de fortuna, la ausencia de trabajo, los celos, las prácticas religiosas exageradas, los remordimientos de conciencia, las "angustias producidas por un proceso, las prisiones prolongadas", la miseria, los insomnios rebeldes y por fin todas las enfermedades que debilitan profundamente la economía; causas todas que obran con lentitud y que no producen sus efectos sino despacio, preparando poco a poco la explosión de la enfermedad(18).

Las pérdidas seminales, la sífilis, el onanismo y la permanencia en las grandes ciudades, son otras tantas causas análogas por el poder de su influjo. La primera de éstas, caracterizada por un estado mental en el que tanto predominan las dolencias físicas, irregulares y crónicas, los ensueños melancólicos y las tendencias al suicidio, nos es difícil por no decir imposible, encontrarla en los antecedentes individuales de Brown, cuyos primeros años están rodeados de una oscuridad impenetrable. Debemos eliminar por completo, vistos los antecedentes conocidos del individuo, la sífilis que suele ser, según algunos, una de las causas indirectas del delirio de las persecuciones, por la amarga y profunda impresión que produce en los espíritus débiles y frágiles, el terror y la humillación dolorosa, las angustias melancólicas y la depresión general de las facultades de la inteligencia herida por preocupaciones hipocondríacas incesantes. Para que ella tuviera una parte en la etiología, hubiera sido necesario encontrar el rastro indeleble que su paso deja siempre visible en esas maculaciones externas o internas que se encuentran indefectiblemente en el individuo que la ha padecido. No insistamos en esa causa, y digamos solo que se encuentra rara vez en la patogenia de este delirio.

La permanencia en las grandes ciudades, que ha sido con razón mirada por Bergeret como una causa evidente, influye también, aunque de una manera indirecta y en un grado menor que las otras. Y no puede ser de otra manera, si se piensa que allí es en donde se encuentra más a menudo la miseria y las grandes privaciones, los dolores morales punzantes producidos por los desencantos, las competencias ardientes, las catástrofes industriales, los siniestros comerciales, las ambiciones insaciables, las emociones revolucionarias y toda esa miríada de causas susceptibles de predisponer al delirio de las persecuciones o de influir singularmente sobre su marcha y sobre sus manifestaciones diversas(19).

Pero, de todas ellas, las que en concepto del médico de la Salpêtrière tienen influencia más formidable, tanto en la producción de ese delirio singular, como en cualquiera otra forma de enajenación, son las persecuciones infantiles, la educación viciosa, la herencia y los grandes sacudimientos morales.

La educación de los niños, dirigida por maestros o padres bruscos, indiferentes, groseros o de corta inteligencia, tienen a este respecto un influjo funesto. El mismo resultado se obtiene –dice el autor citado– cuando el niño pierde en edad temprana la dirección de sus padres y se le educa en un medio que no es el de su familia, por personas que poco o nada se preocupan de él y que frecuentemente recurren al medio funestísimo de la intimidación. Un niño siempre mal tratado, castigado por todos esos actos pueriles cuya prohibición seria es siempre imposible a esta edad, acaba por creerse víctima de una vigilancia continua e injusta e interpreta viciosamente las severidades de que es objeto(20).

En cuanto a la herencia, ya sabemos que es el factor más formidable en estas temibles enfermedades, cuyo pronóstico se agrava considerablemente con su sola presencia; sobre todo, si proviene por línea materna. Esquirol pensaba que la proporción de hereditarios era de un 45 por ciento; Parchappe de un 15 por ciento y Guislain de un 25. Respecto a los trastornos morales diremos que ellos siembran su semilla vivaz en el terreno exuberante que la herencia prepara; y a veces es tan activa y tan fecunda su influencia, que la tierra más ingrata le produce frutos abundantísimos.

Hecha esta corta enumeración de las causas, veamos si es posible encontrar en los pocos datos que poseemos sobre la niñez y juventud de Brown, algo que ilumine la etiología de su neurosis.

Su origen nos es casi completamente desconocido. Sabemos por un corto manuscrito inédito que nos ha suministrado un amigo(21), que su padre era un hombre humilde y que, ocupado en trabajos de campo durante largo tiempo, había conseguido levantar una modestísima fortuna. Pero las inquietudes por que atravesaba la Irlanda en aquella época y las persecuciones, que sin duda sufrió de parte de los ingleses, lo obligaron a emigrar a Norte América, con la esperanza de mejorar su situación precaria, llevando a su hijo Guillermo, de edad de nueve años.

Al llegar a Filadelfia supo con gran disgusto que la persona que debía protegerlo había muerto de la fiebre amarilla, que hacía grandes estragos en aquella ciudad. Entonces presentóse con su hijo a la familia del finado, reclamando la protección ofrecida; pero como ésta los recibiera mal, negándoles toda clase de recursos, el padre de Guillermo cayó "enfermo de una profunda melancolía, muriendo al poco tiempo de la fiebre"(22).

El hecho de haber sufrido una profunda melancolía, como lo revela el manuscrito, merece llamar la atención, porque, como afirma Kolke, aunque de manera un poco absoluta, siempre que hay desequilibrio o locura, cualquiera que sea su intensidad, llámese melancolía con o sin delirio, es porque hay predisposición; y si la hay es porque existen en el individuo vicios de organización mental, virtuales, que pueden no manifestarse durante la vida, pero que indefectiblemente se trasmiten a su posteridad. Es verosímil que haya existido en el padre de Brown esta predisposición transmisible, puesto que esas debilidades mentales ingénitas, son el patrimonio de poblaciones degeneradas por el "hambre" y "la miseria", que en ese sentido preparan pródigamente el terreno; siendo por otra parte indudable que estos dos agentes poderosos de la degeneración humana pueden causar grandes perturbaciones en el espíritu y desarrollar caracteres enfermizos, que se trasmiten de generación en generación hasta que su influencia prolongada produzca, como afirma Vogt, la desaparición paulatina de toda una población.

Ahora bien, el Condado de Mayo, cuna y residencia de toda la familia de Brown, desde quién sabe cuántas generaciones atrás fue asolado por la miseria más espantosa con motivo de las guerras de 1649 y 1689 entre la Inglaterra y la Irlanda. Por esta causa muchísimos irlandeses de los Condados de Armagh y de Down, abandonaron sus hogares para refugiarse en una región montañosa que se extiende al este de la baronía de Flews hasta el mar. De allí todavía fueron empujados hasta los Condados de Leitrin, de Sligo y de Mayo, en donde sufrieron, durante largos años, los efectos desastrosos del hambre y de la ignorancia.

Los descendientes de estos desterrados –dice la revista de la Universidad de Dublin– se distinguen fácilmente de sus hermanos del Condado de Meath y de los otros distritos, que no han estado colocados en las misma condiciones de degradación física. Su boca permanece siempre entreabierta, sus labios son gruesos y espesos, sus dientes prominentes, las encías abultadas, la mandíbula prognata y la nariz aplastada. En Sligo y en una "gran parte del Condado de Mayo", toda la organización física de esas poblaciones demuestra la influencia de dos siglos de degradación y de miseria, cuyos efectos aún se ven, no sólo en la alteración de los rasgos de su rostro, sino también en el esqueleto de su cuerpo y en el espíritu(23).

¿Qué extraño, pues, que los efectos de estas influencias deletéreas del sistema nervioso, trasmitidas y reforzadas por la herencia hubieran llegado hasta Brown mismo, cuyas anomalías mentales no es inverosímil que hayan tomado algo en esa fuente lejana, que no por ser lejana es menos positiva?

Muerto su padre, el pobre niño quedó, a la edad de diez años, abandonado en un país extraño y hostil, sin más protección que sus propios y débiles brazos y con sus ropas sucias y raídas por único capital(24).

Con su chaqueta en la mano y con sus botines hechos pedazos, andaba de un lado para otro, vagando por la ciudad de Filadelfia o paseándose a orillas del río Delaware, adonde su instinto y sus inclinaciones secretas lo llevaban.

¿Qué efecto produciría sobre un niño ya predispuesto este horrible abandono en medio de una gran ciudad, extraña y opuesta a sus hábitos, hostil a su carácter blando y con disposiciones melancólicas acentuadas?(25). ¿Con qué vigor no actuarían sobre su espíritu, lleno de la suave plasticidad de la infancia, todo el cúmulo de influencias nocivas que lo circundaban y que dan pábulo a ese metifismo moral inclemente que azota los cerebros frágiles en las grandes agrupaciones humanas?

Lógico es suponer que su cabeza debió sentirse fuertemente contundida y, que el medio propicio, en que se encontró por algunos años, contribuiría a reavivar los gérmenes hereditarios que hasta entonces permanecieran como adormecidos. Porque si sobre el cerebro resistente de un adulto obran con tanta fuerza las causas que dejamos apuntadas al principio de este capítulo, parece natural pensar que sobre el de un niño débil y predispuesto habrían de gravitar con mayor éxito. Las privaciones de todo género, las desilusiones y los desencantos que aun en esta tierna edad suelen roer las cabezas infantiles, los dolores morales y las enfermedades del cuerpo, sin una palabra de consuelo y sin una mano desinteresada que las aliviara, trajeron, sobre la cabeza del joven, todo su abominable contingente de agitaciones incurables.

Triste, extenuado por largas abstinencias, se paseaba a orillas del Delaware, cuando un capitán americano, encontrándole buena presencia y condoliéndose de sus lamentaciones, le propuso llevarle de grumete a bordo de su barco. Allí principió su carrera marítima, iniciada con un aprendizaje rudo y amargo, a consecuencia de su corta edad y del tratamiento inconsiderado a que lo sujetaba la tripulación. Así estuvo, navegando siempre en buques mercantes, hasta que durante la guerra entre Francia e Inglaterra fue ocupado en la conducción de prisioneros y apresado por el buque de guerra francés "Presidente", que lo condujo a Francia a pesar de los esfuerzos de una enorme fragata inglesa que los perseguía. Llegados allí, y después de haber depositado una cantidad de dinero, como garantía de su palabra, según la costumbre establecida entonces, fue encerrado junto con sus compañeros en la cárcel de Metz.

Los incidentes de su permanencia allí y la ulterior fuga de Verdún, son completamente desconocidos y tienen algún interés histórico y médico. Revelan otra faz de su vida llena de peripecias y enriquecen la etiología de la enfermedad.

La vida dentro de aquellos cuatro muros era insoportable, y sus días llenos de esperanzas pero de insoportables sufrimientos; doble sufrimiento porque el mar había empezado ya a ejercer sobre su espíritu la fascinación irresistible que después lo echó en su camino de luz y porque todos esos lúgubres presentimientos, que después se hicieron carne en su cerebro, empezaron a aguijonearlo produciéndole ciertas depresiones nostálgicas de carácter muy sospechoso. Concertó, pues, su fuga, logrando burlar la vigilancia de los centinelas, favorecido por la oscuridad de la noche y por un traje de oficial francés que se había procurado.

Una vez fuera de la ciudad echó a correr de una manera desesperada, como si sintiera por detrás suyo los pasos precipitados de mil regimientos de esbirros que ya lo iban alcanzando. Al llegar a un molino que había a pocas millas, encontróse con un soldado que se paseaba debajo de los árboles y, que al ver su estado de cansancio y el terror que se dibujaba en su fisonomía, sospechó su procedencia y, ayudado del molinero, consiguieron tomarlo, después de una lucha de palos y mogicones en que Brown se defendió bizarra y desesperadamente.

Nueva prisión y nuevos sufrimientos. Pero como consideraran poco segura la cárcel de Metz, fue conducido a Verdún y encerrado en un calabozo alto, al lado de un coronel inglés llamado Crutchley, a quien más tarde estuvo ligado por estrecha amistad. El capitán Brown, tal era entonces su graduación, comenzó de nuevo a meditar su fuga con un ardor y un entusiasmo que se parecía mucho a la desesperación; porque si cruel había sido la prisión de Metz, doblemente debió serlo la cárcel de Verdún, mucho más segura, más lóbrega y sombría aún, y como tal más propicia al desarrollo de nuevas perturbaciones.

Urgido por todas esas aprehensiones melancólicas que asaltan a los prisioneros, comenzó a poner manos a la obra. Calentó en la estufa un largo fierro y poco a poco fue horadando la pared que daba al cuarto de su vecino hasta que pudo introducir la cabeza y comunicarse con él. Para que el guardián no pudiera descubrir sus trabajos, colgó del techo su "Union Jach", bandera inglesa que llevaba en todos sus trabajos y que ocultaba admirablemente el agujero. Los escombros los escondía en un baúl y con la chaqueta barría el piso para desterrar toda sospecha en el espíritu del carcelero, que entraba siempre a horas fijas. Así que éste corría la llave, la mesa se ponía sobre la cama, sobre la mesa la silla y el trabajo continuaba con un ardor y una prudencia inglesas.

La noche en que el agujero del techo estuvo concluido, él y su vecino hicieron de su ropa de cama un largo cable y, usando de la escalera improvisada trepáronse ambos a la azotea; ataron el cable al parapeto, y cuando el centinela se ocultó detrás de la torre, principiaron a descender rápidamente, echando a correr hasta que, habiendo caído el coronel Crutchley postrado por el cansancio, fue necesario que Brown se lo echara al hombro y continuara caminando hasta que la noche les permitiera descansar. Cuando llegaron a Alemania, sanos y salvos, la Princesa Real de Inglaterra, casada con el Duque Wurtemburgo, los llenó de favores, los proveyó de dinero y de ropas, y los envió a Inglaterra, donde los dos amigos se separaron: Brown para entrar en la marina mercante, y Crutchley para ingresar nuevamente al ejército(26).

En 1809 el Capitán Brown contrajo matrimonio, y después de tentar fortuna, con éxito nada feliz, embarcóse en Inglaterra a bordo del "Belmond", estableciéndose en Montevideo. Allí armó un buquecito que, debido a su estrella siempre nebulosa, fue condenado y vendido por las autoridades de Bahía, por no estar en orden sus papeles. De Bahía tuvo que regresar a Inglaterra, nuevamente como simple pasajero, oprimido por todas estas amarguras que ya comenzaban a modificar su carácter, labrando su ánimo de una manera profunda.

Nueva tentativa, nuevo infortunio. De Inglaterra vuelve a hacerse a la vela a bordo del "Elisa", del cual era capitán y dueño en parte, y que al atravesar la barra de la Ensenada naufragó por un descuido del piloto. Felizmente una parte del cargamento pudo salvarse y con su producto hacer por tierra su viaje a Chile, llevando un convoy de mercaderías, que vendió en los pueblos del tránsito. De regreso compró otro buque llamado la "Industria", que fue uno de los primeros paquetes que cruzó el Río de la Plata; mandó traer su familia y edificó aquel castillo original y memorable, única habitación qué existía entonces en aquella planicie silenciosa, donde los vientos ásperos del río y el ruido melancólico de las olas eran los únicos ecos que podían hacer compañía a la vida de su hogar"(27).

En su nueva carrera, después de haber tomado servicio en la República Argentina, hay algo más que aumenta el triste catálogo de sus penurias y amplía la etiología de aquel dolorosísimo delirio, casi siempre enardecido por el peso de la vida abandonada a los monólogos de la soledad, como ha dicho un ilustre historiador argentino.

A más de sus graves dolores morales, suficientes por sí para perturbar la inteligencia más firme, hay en su vida ciertas dolencias físicas que, como su "afección al hígado" y la "fiebre amarilla" que padeció en las Antillas, cuando su célebre expedición a bordo del "Hércules", pueden influir poderosamente como causas accesorias. Esta última enfermedad, que él atribuía después a los venenos mortales que le habían hecho tomar en el café y que probablemente fue la causa de sus trastornos hepáticos, puede, por la profunda conmoción que produce en la economía o por cualquiera otra razón que nos escapa, influir en la patogenia de la enajenación mental; tal cual sucede con la "fiebre tifoidea" y "el cólera", cuyo influjo es hoy indudable(28).

Todas estas afecciones físicas poseen tan marcada influencia sobre el espíritu, que han llegado a justificar plenamente las afirmaciones, hasta cierto punto atrevidas, de la escuela psiquiátrica alemana. Piensan sus principales partidarios, y en parte piensan bien, que las frenopatías no tienen otro origen que las afecciones viscerales: son irradiaciones mórbidas que se trasmiten de las vísceras al sistema cerebral. Nasse, Jacobi, Fremming y algunos otros han sostenido, con perseverancia de convencidos, la misma teoría, que tiene muchísimo de verdadero, puesto que es incontestable que la inteligencia sufre poderosamente la influencia de las vísceras. Los datos reunidos por varios alienistas presentan a las causas orgánicas con una cifra de ocho por ciento sobre las otras(29).

Y por lo que se refiere al vientre, que es lo que en este caso nos importa, basta recordar la importancia capital que Schroeder Van der Kolk daba a las constipaciones provenientes de la constricción del colon transverso, particularmente en los melancólicos, en los cuales una de las principales indicaciones del tratamiento es la de suprimir este obstáculo a la libre circulación de las materias intestinales.

Roel y Esquirol daban igual importancia a esta causa, y es sabido que en los individuos que tienen padecimientos crónicos en cualquiera de los órganos abdominales, se encuentran singulares anomalías de la sensibilidad moral y de la inteligencia. Hay hombres –dice Guislain– que habitualmente sufren de dispepsias, congestiones hepáticas, cardialgias o cualquiera otra dolencia que produzca ese malestar abdominal tan penoso, que de tiempo en tiempo se ponen tristes, irascibles, y cuyo carácter acaba por experimentar cambios fundamentales.

Brown, que era de este número, sufría habitualmente fluxiones hepáticas de origen nervioso, cuyas repeticiones frecuentes acaban por determinar en el hígado esos trastornos crónicos que producen en las personas predispuestas al estado de hipocondría que después se hace permanente e insoportable. El tinte ligeramente amarillento que se notaba algunas veces en su rostro era producido por el paso de la materia colorante de la bilis a la sangre, revelando la congestión que se hacía en el hígado bajo la influencia de emociones morales vivas, de disgustos profundos.

No insistiremos más en este género de causas y pasaremos a averiguar cuál fue el influjo que tuvieron los trastornos morales.

Si hay en el mundo alguna existencia que haya sido azotada por las más grandes penurias, esa ha sido, como acabamos de verlo, la del General Brown.

Desde su más temprana niñez (circunstancia sumamente agravante) ha venido apurando todos los enormes infortunios que encierra la vida: reveses de fortuna, miseria, disgustos prolongados, contrariedades inesperadas, temores durables, ansiedades y desconfianzas enconosas, persecuciones y crueles tormentos que han estado golpeando sobre su cráneo, desde que el niño abandonó su país natal para vivir angustiado en la gran ciudad, hasta que una vejez avanzada apagó con sus desfallecimientos ineludibles el último recuerdo de sus ansiedades hipocondríacas. En la gran mayoría de los casos de enajenación, puede comprobarse, ya como causas predisponentes, ya como determinantes, un estado de dolor moral vivo, una "espina" que está en el fondo de casi todas estas afecciones, provocando una irritación intensa y prolongada del cerebro. Por esto, la melancolía es el síntoma que a menudo señala el período prodrómico de las frenopatías en general(30).

La impresión causada por la muerte de una persona querida, las emociones que producen las consecuencias de una especulación desgraciada, el disgusto vivísimo que provoca la mala conducta de un amigo, la conmoción que recibe un obrero sin trabajo, el terror que se apodera de una persona bajo el influjo de una revolución política, la depresión moral de un presidiario sin esperanza, de un prisionero mal tratado o de un hombre despechado, y finalmente, las mil circunstancias a que dan lugar esas interminables inquietudes bajo cuyo imperio el hombre puede enloquecer, pertenecen manifiestamente a un estado moral doloroso(31).

Los disgustos forman casi siempre un grupo considerable en la etiología de la enajenación y, si tenemos presente, como lo observa Griesinger, que las emociones violentas dan por resultado ordinario una perturbación en el estado de la circulación y de todas las funciones de la vida vegetativa, se comprenderá fácilmente que estas emociones, prolongando su acción, perturben de una manera notable las funciones cerebrales, con tanto mayor vigor cuanto mayor sea el estado de predisposición del individuo(32).

A menudo la explosión de la enfermedad no se declara sino después de oscilaciones más o menos prolongadas, como ha sucedido en Brown, cuyo estado mental anómalo ha ido desarrollándose con largas intermitencias hasta tomar su acentuación característica. No es raro –dice Griesinger– "que, a consecuencia de un accidente grave (la fiebre amarilla, por ejemplo), el individuo comience por sufrir un malestar prolongado que indica un sufrimiento oscuro y que después de un tiempo más o menos largo empiece a deteriorarse la constitución, dibujándose la anemia bajo cuya influencia se manifiesta la enajenación"(33).

Este modo de acción es sobre todo evidente en los casos de dolor moral prolongado.

La causa que determina una emoción depresiva ejerce, en la mayoría de los casos, una influencia determinada sobre el "sujeto" de las concepciones delirantes: "después de la pérdida de un pariente próximo, por ejemplo, el delirio rueda largo tiempo sobre ideas que se refieren a esta pérdida, y es a menudo difícil establecer un límite bien preciso entre el delirio y lo que es aún el resultado fisiológico, pero exagerado, de la emoción que se ha experimentado; la locura puede ser entonces el resultado de la transformación inmediata de un estado fisiológico, la continuación patológica de la emoción"(34).

Brown, que había sufrido en su niñez y por parte de los ingleses grandes persecuciones durante su permanencia en Irlanda y posteriormente en su épica peregrinación a bordo del "Hércules", apresado por buques ingleses y llevado a Inglaterra a sufrir los sinsabores de un proceso injusto, acabó por creerse realmente perseguido, envenenado, acechado constantemente por el gobierno británico, que fue después y en aquellos accesos secretos que tenían lugar entre las cuatro paredes de su castillo infranqueable, uno de sus más encarnizados fantasmas.

Aquí el estado de emoción fisiológico, las persecuciones reales, obrando sobre un espíritu excitado por otras causas morales, acabó en su término patológico natural, determinando el "delirio de las persecuciones".

Estos estados patológicos de la inteligencia (y en este caso es importante tener presente esta circunstancia), no impiden, algunas veces, el desempeño de las funciones ordinarias de la vida; y sucede a menudo que para establecer un diagnóstico es menester tocar ciertos resortes ocultos cuyo juego descubre, de una manera inesperada, las notas falsas del teclado intelectual, como dice Lasègue en su lenguaje pintoresco; es necesario tener oído fino, oído de artista, para descubrir la nota que disuena, la cuerda rota que chilla y que en muchas ocasiones pasa desapercibida para el oído profano.

Esto explica por qué, aun cuando Brown padecía de un "delirio de las persecuciones", podía desempeñar con tanta cordura las distintas misiones que se le confiaban. Porque algunos enfermos tienen épocas largas en que se suspende su delirio, "especie de armisticios" más o menos extensos, a favor de los cuales, muchos "han podido emprender largos viajes, ingresar de nuevo en la sociedad, volver al seno de sus amigos y tomar otra vez la dirección de sus negocios". Pero importa no confundir –agrega Legrand du Saulle– la remisión, especie de cura provisoria con la intermisión, relámpago pasajero de razón. En la remisión verdadera y completa, con marcha retrógrada de las perturbaciones psíquicas –continúa el maestro– el enfermo reconoce su delirio, deplora los propósitos malsonantes que ha tenido respecto a su familia, lamenta sus actos inconsiderados y se muestra sinceramente arrepentido. En la simple intermisión, al contrario, niega su locura, escribe carta tras carta a la autoridad, protesta de la integridad de sus facultades intelectuales y denuncia al médico que le ha tributado sus cuidados(35).

Al principio de sus delirios, tenía Brown remisiones verdaderas que le permitían entregarse completamente a sus quehaceres y aun desempeñar ocupaciones difíciles; remisiones que después perdieron su carácter de tales, para afectar el aspecto brumoso de una intermisión clara y llena de todos aquellos sombríos terrores que sostenían con tanta tenacidad sus eternas agitaciones.

Algunas veces, sin embargo, bastaba la fuerte derivación moral que trae la presencia de un peligro cualquiera, en los que Brown se mostraba bellísimo, las emociones del combate o las exigencias apremiantes de un cargo elevado, para que el equilibrio de su cerebro se restableciera temporalmente. Pero luego, la triste monotonía de su infortunio, trayendo de nuevo la repetición del acceso, creó ese hábito mórbido que la enfermedad radica perdurablemente en un órgano, ahuyentando aquellos saludables relámpagos que iluminaban tanto sus ojos singulares.

La montaña iba apretando al átomo, porque las reacciones se hacían cada día más difíciles, y el pobre viejo sublime se batía desesperadamente en sus últimos atrincheramientos. Últimamente, cuando todavía estaba a bordo, no quería ni bajar a tierra, ni aun desoyendo las instancias de D. Juan Manuel; tenía miedo hasta del agua que en sus vaivenes continuos, en su flujo y reflujo monótono, en sus suaves ondulaciones de nubes, escribía caracteres extraños y le echaba sobre el oído el plomo derretido de mil discursos extravagantes. Porque el agua habla, el agua grita, el agua ríe y llora y balbucea cosas extraordinarias para el oído delirante del perseguido; como ríe y llora y balbucea la puerta que cruje, el viento que sopla, la campana que vibra y se lamenta herida por su larga lengua de fierro.

En lo sucesivo la luz de cada día fue alumbrando una nueva arruga de su espíritu: la desconfianza y la taciturnidad de su carácter tomaban proporciones desconsoladoras. La vejez, mejor dicho, la senectud, con sus estados mixtos infaltables, embarazando la palabra y robando al espíritu su iniciativa y su calor saludable, hizo lo demás, dejándole en cambio esa fría indiferencia que relaja el corazón del solitario octogenario y que lo desliga del mundo envolviéndolo en una especie de sudario anticipado.

Entonces sí que fue dolorosa la vida, como si todas las amarguras de la tierra gravitaran con su fría inclemencia sobre la cabeza de esta pobre sombra que se agitaba, sin embargo, apurando los últimos destellos de la vida. Entonces las alucinaciones lo asediaron con más ímpetu, revoloteando como bandadas de cuervos hambrientos alrededor de su cerebro postrado e indefenso. Nunca se sintió tan embargado por tantos y tan misteriosos terrores. El olfato pervertido percibía mil olores extraños; el oído, ¡siempre el oído!, amenazas, murmullos, gritos, risas, silbidos y todo lo que la audición mórbida es capaz de producir. Concepciones delirantes de cierto género especialísimo despertaron la idea del suicidio, que es la idea consoladora, la idea favorita de estos estados de extrema locura.

El viejo perseguido, que aún amaba la vida, más que nunca iluminada por la luz de su aureola simpática, trató sin embargo de abandonarla, seducido por la suprema fascinación de la muerte voluntaria que se adhiere al corazón humano como si tuviera la garra del vampiro o la ventosa del pulpo. La soledad y el silencio de aquella casa medio perdida entre los pajonales de la ribera, el aislamiento en que pasaba sus horas, despertaron, como era consiguiente, esta idea lógica de sustraerse para siempre a las conspiraciones de que era víctima; y embargado, asediado, perseguido por ella, tomó la determinación de arrojarse de la azotea, fracturándose una pierna.

Cuando esta extrema impulsión nace en la cabeza del perseguido, no es "el criminal que se hace justicia, es el perseguido que se sustrae a sus enemigos, es el melancólico que ha querido poner término a sus torturas morales. Aquí la muerte voluntaria no tiene la instantaneidad de un acto impulsivo, sino que es el último término de un estado patológico que ha llegado a su paroxismo final".

El General Brown padeció, pues, de "delirio de las persecuciones", fue un perseguido según la expresión condensada de los alienistas franceses. Este diagnóstico, que sugiere la observación de los actos de su vida privada, está confirmado por la existencia de toda esa serie importantísima de causas que acabamos de estudiar; causas que reunidas o aisladas bastan por sí para determinarlo con tanto mayor vigor cuanto mayor sea la predisposición del individuo: a) Predisposición hereditaria; b) trastornos morales intensos; c) afección hepática; d) educación imperfecta; e) sufrimientos físicos y morales durante la niñez. Todo se encuentra en la vida agitada del General Brown.

 

 (*) (Se ha respetado la ortografía original del texto).

 

 

Notas

 

* Capítulos VII y VIII de Las neurosis de los hombres célebres en la Historia argentina [1878-1882], 2ª Ed. con un prólogo de José Ingenieros, La cultura argentina, Buenos Aires, 1915.

1. Guislain, “Las frenopatías”

2. Guislain, ob. Cit.

3. Legrand De Saulle, “Delirio de las persecuciones”

4. Legrand Du Saulle, “Les délires des persécutions”

5. Legrand Du Saulle, “Delirios”, etc.

6. “Rasgos de la vida del Almirante Brown” escrito por su camarero y abanderado Serafín J. Gonzaves (á) Juan Roberts (Existe en mi poder el manuscrito inédito).

7. Vicente F. López, “Historia de la Revolución Argentina”.

8. Brown atribuía sus dolores de hígado y las perturbaciones de su digestión, al veneno que le administraban en sus sueños.

9. “Rasgos de la vida íntima del Almirante Brown”, etc., etc. A consecuencia de esta nota el Dr. Sheridam, que era entonces un de los médicos de Brown, pidió su baja. La afirmación del Almirante era incierta, porque Sheridam no había hecho semejante análisis.

10. Legrand Du Saulle, “Delirio de las Persecuciones”

11. Legrand Du Saulle, “Delirio”, etc.

12. “Se pasaba hasta un año sin que los botes de la escuadra fueran al puerto –dice el manuscrito que tenemos a la vista– temiendo que se lo envenenaran”.

13. Manuscrito citado.

14. Vicente F. López, “Historia de la Revolución Argentina”.

15. Legrand Du Saulle

16. Probablemente “no estaba bajo el influjo de una acceso”, decimos nosotros, cuando abrió la puerta a los emisarios del gobierno. El acceso a que se refiere este ilustre historiador había tenido lugar durante la noche y habría desaparecido con las sombras.

17. Vicente F. López, “Historia de la Revolución Argentina”

18. Legrand Du Saulle, “Obra Citada”

19. Legrand Du Saulle, “Obra Citada”

20. Legrand Du Saulle, “Obra Citada”

21. El Sr. D. Carlos Casavalle ha tenido la generosidad, rara por cierto en los “papelistas”, que taimen tiene su neurosis, de prestarnos un preciso manuscrito inédito, en el que se consignan datos completamente desconocidos sobre la niñez y juventud de Brown. Valiéndonos de ese documento hemos podido recoger algunos detalles curiosos sobre la vida del ilustre marino, anteriores a su venida a la República Argentina.

22. Manuscrito citado.

23. Véase Carlos Vogt: “Leçons sur l’homme”

24. Manuscrito citado.

25. He visto en los manicomios de Buenos Aires muchísimos irlandeses de ambos sexos atacados de enajenación mental; y todos afectados de la melancolía en sus diversas formas; predominando más la melancolía religiosa con tendencias al suicidio. Tengo en mis apuntes varios casos de suicidio, los cuales han sido evidentemente producidos por tendencias melancólicas irresistibles.

26. Manuscrito citado.

27. Vicente F. López, “Historia de la Revolución Argentina”

28. Véase Marce, “Traité des maladies mentales”

29. Guislain, “Frenopatías”

30. Guislain, Obra citada

31. Id.-Id.-Id.

32. Griesinger, “Tratado de las enfermedades mentales”.

33. Griesinger – Id.-Id.-Id.

34. Griensinger, Obra citada.

35. Legrand Du Saulle, “Obra Citada”