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Primera parte
Degenerados y viciosos
Primeras conceptualizaciones
acerca de las toxicomanías en la Argentina
Patricia Weissmann(1)
El
primer caso grave
A principios de 1923 el diputado Leopoldo Bard solicitó al jefe de policía de la capital, Jacinto Fernández, los antecedentes que hubiera sobre problemas legales relacionados con el uso de drogas, con el fin de utilizarlos en la elaboración de un proyecto de ley para la represión del abuso de los alcaloides. El 29 de mayo del mismo año Fernández respondió al pedido remitiendo un memorándum sobre el primer caso grave sucedido en nuestro país, transcripto del auto de prisión preventiva de J. J., dictado por el juez de instrucción Arturo L. Domínguez.
He elegido trabajar este caso porque, a mi entender, es una rara muestra de eso que Edoardo Grendi (1972) denominó “lo excepcional normal”, y que Giovanni Levi (1994) conceptualiza como el hecho mínimo e individual que revela, sin embargo, fenómenos más generales. Mi intención es mostrar, a través de este ejemplo, un atisbo de la larga pugna entre dos saberes disciplinarios –psicopatología y criminología– por la apropiación de un campo entonces naciente, el de las toxicomanías. Sin desconocer el peso del contexto político en la construcción estatal de las instituciones y de las prácticas de la medicina mental, limitaré mi abordaje casi exclusivamente a la perspectiva de una historia de las ideas. Presentaré primero el informe de los peritos médicos y luego el del juez.
J. J. nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, el 29 de febrero de 1875, en una familia de holgada situación y clase social elevada. Fue el tercero de cinco hermanos. El informe presenta una descripción detallada de sus antecedentes familiares, entre los que se cuenta algún caso de alcoholismo, neuropatía, alienación y hemorragia cerebral. Estos datos bastaron a los peritos para clasificar a todos los miembros de la familia materna de J. J. como “degenerados”, siendo varios de ellos diagnosticados como “degenerados superiores” por presentar una combinación de conductas “anómalas” como la “prodigalidad” con “intelectualidades superiores y brillantes” (Fernández, H., Jones, A., Brandam, J. y Klapenbach, E. 1918: 556). Es necesario que nos detengamos aquí un momento, para explicar algunas teorías psicopatológicas en boga por aquella época y cuyo desconocimiento nos impediría seguir el buen hilo del relato.
En su Traité des dégénérescences de 1857, Benedict Morel proponía que el “tipo primitivo” de la raza humana sería un hombre que aceptara por su propia voluntad la ley moral, un hombre en el que el intelecto y la voluntad dominarían sobre las pasiones. En la medida en que se fuera alejando de este tipo primitivo perfecto, la raza se iría degenerando. El mal se heredaría de generación en generación, aumentando en forma progresiva, produciendo un creciente deterioro físico y moral conducente a la locura, a la imbecilidad y finalmente a la eliminación natural. Casi treinta años después de la publicación del Traité, Magnan (1897) retomó los desarrollos de Morel, pero reemplazando la interpretación religiosa por otra neurofisiológica. Inspirándose en los trabajos de Voisin, consideró la degeneración como una desorganización del eje cerebro-espinal, destrucción o inhibición de ciertos centros cerebrales que quedarían de este modo fuera del control y la voluntad consciente del sujeto. Dividió a los degenerados en cuatro tipos: idiotas, imbéciles, débiles mentales y degenerados superiores. Caracterizó a estos últimos como sujetos aparentemente normales, incluso con una inteligencia muy por encima de la media, pero que se desequilibrarían ante una emoción, una enfermedad, un debilitamiento físico o una simple modificación fisiológica (Magnan, V. 1897: 93). A diferencia de Morel, Magnan no postuló un “tipo ideal” en el origen sino como la meta hacia la que la humanidad se dirige, homologando de este modo las ideas de evolución y progreso (Vezzetti, H. 1985: 156).
Retornemos pues a J. J. Muy inteligente y de temperamento nervioso, en el colegio se destacó entre los mejores promedios. Su sexualidad fue normal. A pesar de que en su adolescencia fue muy fogoso, no llegó a masturbarse sino “discretamente”, porque “sus medios le permitieron bien pronto integrales satisfacciones” (Fernández, H. et al. 1918: 557). Este hecho le valió el contraer blenorragia en varias ocasiones. Se recibió de médico en la Universidad de Buenos Aires en el año 1899 e ingresó como jefe de clínica del doctor Escalier en el Hospital Rivadavia, permaneciendo en ese puesto hasta 1909, año en que conoció a su futura esposa. Se casaron el 15 de julio de 1910 y se embarcaron para Europa el 28 del mismo mes, retornando a Buenos Aires un año más tarde. En mayo de 1916 se instalaron en el pueblo de Weelwright y J. J. intentó ejercer su profesión. En abril de 1918 retornaron a la capital, donde la esposa murió a los pocos días. J. J. ingresó en el Hospicio de las Mercedes, para someterse a un tratamiento de desintoxicación. El otrora brillante y lleno de vida joven, llegó deprimido, confuso, indiferente, apático. Durante varios días permaneció en ese estado, demandando morfina en tono plañidero. Hacia el 29 de abril comenzó a normalizar sus funciones. Ante el requerimiento médico, declaró que comenzó a inyectarse morfina en 1912 a raíz de una fractura en la rodilla izquierda que sufrió en un accidente automovilístico.
Veamos los resultados del examen psicológico. No presentó alteraciones en el lenguaje articulado ni gráfico, pero en sus respuestas pudo apreciarse el deterioro de su actividad intelectual. Aunque conservaba la capacidad de fijar la atención, se distraía fácilmente. Mostró problemas de memoria para evocar recuerdos recientes, sobre todo los relacionados con la última época de Weelwright. La percepción se conservaba clara y rápida. Llamaba la atención su “indiferentismo sentimental” (Fernández, H. et al. 1918: 562) y su exagerado egoísmo, amén de una marcada decadencia del sentido moral.
Aquí se hace necesario un nuevo paréntesis para introducir una breve referencia a las teorías subyacentes a la descripción misma. Dicen los mencionados peritos: “Vemos afectarse primeramente el sentido moral, tanto más vulnerable cuanto que ha aparecido más tardíamente en la evolución funcional del cerebro, y luego, en mayor o menor intensidad, en el conjunto de los procesos psíquicos superiores” (Fernández, H. et al. 1918: 564). Es esta la tesis jacksoniana, que proponía que las funciones nerviosas superiores se fueron adquiriendo en forma jerarquizada, de las más simples a las más complejas, de las más organizadas a las menos organizadas, de las más automáticas a las más voluntarias. Siempre serían las últimas en adquirirse las encargadas de controlar a las precedentes, y, en forma inversa, la disolución de las funciones psíquicas seguiría el camino opuesto. El trastorno implicaría un elemento negativo (supresión de la función o nivel alcanzado) y un elemento positivo (liberación e hiperfunción de los elementos contiguos a aquellos que fueron suprimidos o suspendidos) (Jackson, J. H., 1931). El aserto fue retomado por la escuela de Ribot y arribado por esta vía a las tierras del Plata, cuya mirada psicopatológica se dirigía en esos años casi exclusivamente a los maestros franceses.
Prosigamos con la explicación etiológica. A la funesta sombra de la degeneración hereditaria, continúa el informe, se suman los efectos de la intoxicación crónica y la herencia neuropática. “En esta familia el cerebro se presenta como constante locus minoris resistentiæ” (Fernández, H. et al. 1918: 564). J. J. pertenece a ese tipo de degenerados inteligentes a los que Magnan denominó degenerados superiores, en los cuales, conjuntamente con facultades brillantes, coexisten lagunas o deficiencias en las demás esferas psíquicas: “extravagancias, debilidad de la voluntad y en general incapacidad para adaptarse a las condiciones normales para la lucha por la existencia” (Fernández, H. et al. 1918: 565). Sigue una única y escueta referencia a la esposa, de quien se afirma que no pudo ayudarlo a controlar el vicio porque, al igual que él, era degenerada de constitución, débil de voluntad y presa también del “sutil veneno”. De esa forma, aseveran los peritos, “marido y mujer –como suele suceder entre los toxicómanos– se enviciaron mutuamente en su búsqueda de alcanzar los ‘paraísos artificiales’ que ‘no existen sino en la mente de los poetas’ ” (El comentario alude al libro de Charles Baudelaire, Les Paradis Artificiels, publicado en Francia en 1860, en el que el autor describe sus experiencias con opio y morfina).
Sumando una más a las ya múltiples categorías psicopatológicas en que se ha encuadrado al acusado a lo largo del informe, los autores agregan que el complejo sintomático que presenta corresponde a la neurosis que Janet denominó “psicastenia” y otros han denominado neurastenia –el término “neurastenia” fue acuñado por el psiquiatra inglés Beard en 1879 para describir un cuadro caracterizado por cansancio cerebral, ideas obsesivas, borrascas de mal humor o cólera, fatiga permanente (Bonnet, E. 1967: 1452)– y su “apetencia tóxica” se encuadra dentro de las obsesiones características del cuadro. Dado el “terreno degenerativo constitucional”, los expertos consideran que “sin ser un alienado (demente en el concepto jurídico), el imputado presenta, actualmente, anomalías que atenúan su responsabilidad con relación a las prescripciones de la ley penal” (Fernández, H. et al. 1918: 568), puesto que hay causas determinantes “más que suficientes” para haber alterado su conducta regular habitual. Este informe fue presentado al juez el 8 de agosto de 1918.
Pasemos ahora al auto judicial. Nos enteramos, en primer lugar, que durante el largo viaje de bodas –usual en esos años entre las clases adineradas– los esposos llevaron una vida “misteriosa”, siempre encerrados, actitud que contrastaba fuertemente con el modo de ser alegre y expansivo que había caracterizado a la joven desposada hasta entonces. Según queda probado por las declaraciones de todos los testigos, nos dice el juez, antes de contraer enlace la víctima era “una persona completamente sana, de una educación esmerada, de un espíritu cultivado, de un carácter bondadoso, que cautivaba con su belleza física y moral, que revelaba una inocencia poco común y que no sólo no sufría de enfermedad alguna en su organismo físico, sino que no tenía vicios ni costumbres que hicieran sospechar siquiera que tuviera inclinación al uso del alcohol, de la morfina o de otros tóxicos” (Bard, L. 1923c: 18). Volvió del viaje totalmente cambiada, hasta el punto que “sólo aparentaba una débil silueta de aquella bellísima niña, sana, alegre de cuerpo y alma, que pocos meses antes abandonara inocente su hogar, llena de ensueños, en busca de su ideal” (Bard, L. 1923c: 19). Al llegar aquí, el juez, como lo hicieran los peritos, alude a los famosos “paraísos artificiales” de Baudelaire, que en su opinión siempre concluyen sometiendo a quien los anhela a “su influencia venenosa”.
Continúa relatando que al cambio físico correspondió la transformación mental. La joven se tornó nerviosa, malhumorada, irascible, aislándose cada vez más de sus amistades y su familia, repudiando incluso a su propia madre. Sólo la presencia de su esposo la calmaba y éste, se informa, no se separaba ni un instante de su lado. Pasaban cada vez más tiempo encerrados, descuidando sus obligaciones más elementales. Luego el relato se torna oscuro. Se habla de una misteriosa enfermedad que casi acabó con la vida de la infeliz esposa y de la que sólo se logró restablecerla “por todos los recursos de la ciencia y del cariño maternal” (Bard, L. 1923c: 20). El médico que la atendiera, amparándose en el secreto profesional, se negó a declarar las causas que la llevaron a tan grave crisis. ¿Se trató tal vez de una blenorragia? Como se mencionara en el informe pericial, el marido padeció este mal más de una vez. ¿O sería un dolor psíquico el que la puso al borde de la tumba? En todo caso, es seguro que se trató de algo “vergonzante”, puesto que el facultativo no quiso aclarar el diagnóstico. Revisando el informe con más atención, el nombre de este profesional nos resulta conocido. Descubrimos entonces que se trata del doctor Escalier, el mismo en cuyo servicio del Hospital Rivadavia J. J. trabajara durante diez años en tiempos más felices, al comienzo de su carrera profesional.
Luego de este episodio la caída fue vertiginosa. Según las declaraciones de los vecinos de Weelwright, en los últimos tiempos la pareja ya no salía de la casa, comían lo que ellos les llevaban y vivían solicitando préstamos por sumas insignificantes de dinero. Finalmente la salud de la desdichada esposa terminó de quebrantarse y el matrimonio viajó a Buenos Aires, donde ella falleció a los pocos días. Triste final para la triste historia de dos seres atormentados y de un extraño amor que se había prolongado a lo largo de ocho años. Según declaró el doctor Viñas, testigo de la muerte, la “infinidad de lesiones anatómicas de la piel y la gran postración general” no dejan lugar a dudas que llegó a ese estado “por el uso y abuso en forma desmedida de tóxicos por medio de inyecciones” (Bard, L. 1923c: 21). A esto agrega el juez que resulta evidente que las inyecciones se las aplicaba su marido “ocultamente y con plena conciencia del daño que ocasionaba” y que la negativa de éste a efectuar una declaración confirma su culpabilidad. Destaca además que, como queda probado por la exposición de los hechos, es evidente que el acusado no comenzó a drogarse en 1912, como él afirma, sino mucho antes y que contagió a su mujer el vicio ya durante el viaje de bodas.
La
defensa social
“El fin de la defensa social”, afirma el Dr. Domínguez, juez de instrucción, “no es el castigo del culpable como una satisfacción por castigar, sino la necesidad de separar de su seno los elementos que la dañan” (Bard, L. 1923c: 26). Si se aceptara la irresponsabilidad legal de los viciosos, continúa, porque no tienen voluntad para dominar su pasión, se crearía una excepción de inmunidad legal con grave peligro para la sociedad, que no podría apartar de su seno a estos “elementos disolventes”. Haremos ahora un último paréntesis, en referencia esta vez a las teorías penales. Sin pretender realizar un desarrollo que nos desviaría de nuestro interés principal, resulta necesario al menos aclarar la concepción del derecho que aquí se ponía en juego. Así como en psicopatología predominaban las ideas provenientes de Francia, en criminología la mirada se volcaba hacia Italia. Siguiendo puntualmente los desarrollos de Enrico Ferri, ya en los primeros años del siglo, Ingenieros destacaba que la criminología moderna, en contraposición a la escuela clásica de Beccaria, no presupone el libre albedrío (y por tanto la imputabilidad) del delincuente, sino que busca las causas de su acción en la constitución psíquica, en la herencia y en las condiciones del ambiente en que éste se desenvuelve. No centra su interés en establecer la responsabilidad del criminal sino su grado de peligrosidad, y su objetivo no es el castigo de un sujeto al que se presupone libre de elegir, sino la defensa del organismo social por medio de la segregación de los elementos que hacen peligrar su integridad (Ingenieros, J. 1902: 355). Para la época de nuestro informe, como puede apreciarse en el auto judicial, estas ideas continuaban teniendo plena vigencia. Se consideraba como obligación del Estado defender a los ciudadanos apartando de su seno a los criminales: “el orden y la seguridad de las sociedades dependen de esta función represiva que le está encomendada” (Drago, L. M. 1921: 76). Sin embargo, en la práctica, la justicia se enfrentaba con una paradoja en el caso de los toxicómanos: ¿cómo enviarlos a prisión si no son responsables de sus actos? ¿cómo recluirlos y obligarlos a curarse si su conducta viciosa atañe al mundo privado de las personas, en el cual un estado liberal no puede inmiscuirse? Estas contradicciones se ven reflejadas en los argumentos del juez. Puesto que la ley no prohibe el consumo de alcaloides, su postura intenta centrarse en demostrar que la conducta toxicómana, en este caso, ofende al orden y la moral pública y perjudica a un tercero, con lo cual quedaría legitimada su intervención.
Así, en total desacuerdo con el informe pericial, el doctor Domínguez pasa a enumerar sus razones: en primer lugar señala que el impulso irresistible, la falta de voluntad para sustraerse al tóxico, se comprende con respecto al propio sujeto, pero en ningún caso cuando se trata de calmar la apetencia de otro. Para continuar, afirma que la represión debe ser más enérgica cuanto más elevada sea la posición social de quien cae en el vicio, ya que la responsabilidad legal es mayor a mayor educación. En este caso la responsabilidad es aún más alta por tratarse de un médico, que no sólo está habilitado para salvar a sus semejantes sino que tiene la obligación de hacerlo. Tercero y principal, dice, legitimar como resolución judicial los fundamentos del estudio médico sería autorizar legalmente la impunidad del vicio, “declarándose la justicia desarmada e impotente en su misión”. Aceptar estas teorías implicaría permitir a todos los anormales y desequilibrados que cometieran delitos y “como esas perturbaciones mentales ceden fácilmente a un tratamiento médico”, los viciosos verían asegurada su irresponsabilidad legal sin perder su capacidad civil ni su libertad (Bard, L. 1923c: 27). Finalmente, expresa, es necesario recordar las palabras de Gilbert Ballot [sic] (se refiere a Gilbert Ballet, quien fue alumno de Charcot y le sucedió en el cargo en La Salpêtrière luego de Ball y Joffroy. En 1904 Ballet dirigió la publicación del Traité de pathologie mentale, en el que colaboraron Cotard, Arnaud, Ball, Chaslin y Séglas entre otros), en el cual dice que “cuando un tribunal tiene en cuenta la responsabilidad atenuada para rebajar la pena, hace mala justicia y mala protección social”. Por todas estas razones, el doctor Domínguez declara a J. J. responsable del delito de homicidio y ordena la prisión preventiva y el embargo de sus bienes por la suma de 50.000$ (Bard, L. 1023c: 28). Pero nos enteramos por el informe pericial que el 3 de mayo de 1918 J. J. no fue enviado a prisión, sino trasladado dentro del mismo Hospicio de las Mercedes, en calidad de detenido, al pabellón Lucio Meléndez, a cargo del doctor Helvio Fernández. La familia presentó una apelación y finalmente fue absuelto, no por su incapacidad de comprender las consecuencias de sus propios actos –como se alegara en primera instancia– sino porque la muerte de la mujer se debió a una enfermedad intercurrente y porque el delito del que se lo acusaba no estaba contemplado en el Código Penal (Carratalá, R. 1939: 112).
El debate entre jueces y peritos por el tema de la toxicomanía se prolongó durante un largo período. Y no se limitó a discrepancias entre el discurso médico y el legal. Como todos sabemos, aún hoy es tema principal de discusiones políticas, económicas e ideológicas. Quiero mencionar aquí tan sólo la primera –cronológicamente– de estas disputas, porque en ella ya puede apreciarse el germen del debate actual. En 1919 una ordenanza del Departamento Nacional de Higiene prohibió la venta libre de medicamentos que contuvieran opiáceos o cocaína. Un año más tarde el diputado Capurro presentó un proyecto de ley en el que proponía una reglamentación estricta de la importación, exportación, venta, prescripción y posesión de alcaloides. Esto suscitó una acalorada reacción en las Cámaras. Una ley que interfiera con los “vicios privados” de las personas, se argumentó, es contraria al artículo 19 de la Constitución Nacional (“Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley ni privado de lo que ella no prohibe”) y se contrapone al proyecto liberal y laico de la Argentina moderna, que no es compatible con la imposición de valores morales a los ciudadanos (Aureano, G. 1998).
El
déficit de la voluntad
Quisiera retomar la idea, esbozada más arriba, de la enfermedad mental asociada a un déficit de la voluntad. Detrás de esta noción de automatismo, de involuntariedad, surge con fuerza otra: la del funcionamiento inconsciente del cerebro. En 1840 Thomas Laycock postula que el cerebro es una prolongación de la médula y por lo tanto ambos deben estar gobernados por las mismas leyes (Gauchet, M. 1992: 45). Estas ideas son compartidas, entre otros, por Griesinger. En su Tratado de 1845, muchas veces reeditado, afirma que la vida mental está sometida al mismo principio que los actos reflejos, desde los más simples y automáticos hasta los actos voluntarios de los que tenemos conciencia. La relación entre sensación y movimiento que se observa a nivel medular es equivalente a la relación entre “representaciones” y “esfuerzos” a nivel de la actividad cerebral. La enfermedad mental es producto de una perturbación del equilibrio entre impulsos sensoriales y motrices (Gauchet, M. 1992: 50-51). Los desarrollos de Griesinger son retomados por Krafft-Ebbing y luego por Kraepelin, y, a través de éste último, por varias generaciones de psiquiatras en Europa y América. En Estados Unidos, William James y Adolf Meyer son los primeros en sostener que no existe tal cosa como una mente independiente del cerebro. La vida es reacción, propone Meyer, ya sea a estímulos externos o internos. La mayor parte del funcionamiento cerebral es inconciente, lo que llamamos conciencia tiene que ver con “aquellas reacciones que implican un cambio en las relaciones entre el individuo total y el mundo externo”. Los trastornos psíquicos, lo mismo que cualquier lesión orgánica, comprometen el funcionamiento de las células y los procesos fisiológicos (Meyer, A. 1897: 43-47). Este modelo de explicación del funcionamiento mental predominó durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX. Luego de la 1ª Guerra Mundial, con la expansión del psicoanálisis, la idea de inconciente se alejó cada vez más de ese inconciente cerebral de los procesos automáticos, aunque se conservó la noción de involuntariedad, de incapacidad del sujeto para controlar los afectos ocultos que determinan su conciente accionar. Este cambio se aprecia notoriamente en los desarrollos posteriores del mismo Meyer y otros representantes de lo que se comenzó a denominar psiquiatría dinámica.
Paul Bercherie sugiere que en Francia fue tal vez Baillarger el primero en sostener la unidad de lo orgánico y lo mental, sobre la que basa su “principio de automatismo” y la noción de “monomanía instintiva”, entendiendo por tal una patología mental (manía) que no afectaría la totalidad de las funciones superiores o “facultades mentales”, sino sólo a la voluntad (Bercherie, P. 1991: 45, 55). Por distintos caminos, entonces, hacia fines del siglo XIX la existencia de enfermedades psíquicas caracterizadas por la incapacidad del sujeto para dominar sus impulsos involuntarios, se había consolidado firmemente como parte del saber psicopatológico. Concomitantemente, quedó establecida la necesidad de que el psiquiatra sustituyera la voluntad ausente del enfermo por la suya propia. Como lo expuso Hegel, en relación al “tratamiento moral” de Pinel, “en tanto el alienado no pueda ejercer esta acción de lucha contra su estado subjetivo, deben ser otros los que la ejerzan por él” (La cita aparece en Swain, G. 1997: 113).
La
noción de toxicomanía
Veamos, pues, como surgió, dentro del marco de esta categoría de la enfermedad mental como déficit de la voluntad, la noción de toxicomanía. Desde 1840 Moreau de Tours empleó el cáñamo para uso psiquiátrico en el hospital de Bicètre, destacando la posibilidad de provocar por medio de esta sustancia una “psicosis de laboratorio” que permitiría avanzar en el estudio de la patología mental (Escohotado, A. 1995(1): 96). El descubrimiento de la morfina (1806) y la invención de la jeringa (1854), sumado a su empleo masivo en las guerras y los fenómenos de acostumbramiento y necesidad derivados del uso continuado, plantearon un problema inédito. ¿Qué hacer con este nuevo flagelo? ¿Cómo contrarrestar los terribles sufrimientos de la abstinencia? En 1874 Levi Levinstein propuso un nombre para esta práctica que devenía independiente de la voluntad del hombre y de su razón, de esta verdadera manía: la llamó “morfinomanía”. Médico prusiano y titular de la cátedra de Farmacología en Berlín, hacia 1880 cambió su nombre por el de Louis Lewin. En 1879 describió 110 casos de la nueva enfermedad en ex-combatientes. Entre 1883 y 1885 mantuvo una controversia con Freud por el tema de la cocaína, que este último recomendaba para el tratamiento de la toxicomanía morfínica. Lewin criticó violentamente a Freud, denunciando la pretendida inocuidad de la cocaína. Realizó varios viajes a Estados Unidos y Canadá, y su laboratorio de Berlín fue visitado por personalidades científicas de la época, como Albert Einstein, J-J. Abel y George Schweinfurth. En 1924 publicó su Phantastica, obra en la que vertió la suma de sus conocimientos acerca de los “venenos del espíritu”. (Lewin, L. 1924. Prefacio por J. Thullier en la reedición de 1996).
En 1856 se abrió en Estados Unidos la primera fábrica de agujas hipodérmicas y la morfina comenzó a reemplazar al opio en las prescripciones médicas. Se empleaba, entre otros usos, para curar el alcoholismo y la opiomanía; pero pronto se cayó en la cuenta de que la nueva droga resultaba aún más adictiva que la que se intentaba suplantar. Otro tanto sucedió con la cocaína, descubierta en 1860 y con la heroína, en 1883. Recuerda Escohotado que esta última se introdujo en el mercado luego de un período experimental de sólo dos meses, publicitándola como cura segura para la morfinomanía y libre de propiedades adictivas (Escohotado, A. 1995(2): 54-55). En cuanto a la cocaína, su consumo aumentó en forma exponencial en la última década del siglo XIX, al introducirse la práctica de inhalarla en forma de polvo, como se hiciera durante mucho tiempo con el rapé.
Hacia fines del siglo XIX, la morfinomanía o “morfinismo” había legitimado ya su carta de ciudadanía entre las patologías de la mente. Krafft Ebbing le dedicó todo un capítulo de su Tratado de Psiquiatría, incluyéndola en la sección de “Patología y terapéutica especiales de la locura” (Krafft Ebbing, R. von 1879: 643-649). Una cita al pie agregada en la edición de 1884 enumeraba los trabajos sobre el tema aparecidos hasta entonces: Levinstein (1874, 1880), Fiedler (1874), Erlenmeyer (2ºed. 1880), Burkart (1880), Obersteiner (1883). El “consumo por placer” de la morfina, dice Krafft Ebbing, es usual sobre todo en las “constituciones neuropáticas”. Pero esta sustancia, cuyo empleo en medicina resulta precioso por sus propiedades tanto narcóticas e hipnóticas como también estimulantes, no es un agente inofensivo cuando se la utiliza en forma continua. Al igual que el alcohol, envenena los centros nerviosos y puede llevar hasta la muerte, ya sea por sobredosis o por la brusca abstinencia. Por esta razón, propone la supresión gradual y sucesiva como el tratamiento más apropiado.
Recepción
en la Argentina
de
las conceptualizaciones sobre toxicomanía
En la estadística sobre los alienados de Buenos Aires que realizó Gache en 1878, incluyó entre las “locuras tóxicas” cinco categorías: alcoholismo, morfinismo, saturnismo, nicotismo y hachicismo. Las mismas patologías aparecían en la clasificación de las enfermedades mentales propuesta por Meléndez y Coni en 1887 (Stagnaro, J. C., 1997: 7). Lucio Meléndez, director del Hospicio de las Mercedes y profesor titular de la cátedra de Patología Mental de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires, utilizaba –como la mayor parte de los especialistas de la época– inyecciones de clorhidrato de morfina para tranquilizar a los pacientes en estado de excitación y como tratamiento regular en el período melancólico. Todavía en la década de 1920 los efectos benéficos de la morfina y la cocaína eran proclamados por los médicos muy por encima de sus peligros. Como ejemplo pueden mencionarse las respuestas de algunos profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires a una encuesta que les enviara Leopold Bard, en vistas a la elaboración de un proyecto de fiscalización de sustancias estupefacientes. José Arce (Clínica Quirúrgica), contestó: “No creo posible prohibir la importación y fabricación de la morfina y sus sucedáneos por cuanto las ventajas de semejante disposición no compensarían sus graves inconvenientes”. También Carlos Bonorino Udaondo (Semiología), estuvo en contra de la prohibición: “No creo posible prohibir la importación, fabricación y venta de la morfina y cocaína, dado que sus aplicaciones terapéuticas las hacen insustituibles en muchas afecciones que no es del caso detallar [...] No es posible hacer que los pacientes a quienes sus beneficios procuran un alivio en sus síntomas subjetivos sufran las consecuencias de una ley dictada en contra de viciosos o degenerados”. Mariano R. Castex (Clínica Médica), se inclinó en el mismo sentido: “No me parece posible prohibir la importación, fabricación y venta de la cocaína, morfina y cannabis, pues son medicamentos de empleo diario e indispensable” (Bard, L. 1923: 742-745).
La descripción de las locuras tóxicas que proponía Meléndez seguía la de Moreau de Tours, señalando los riesgos de dependencia y las lesiones del sistema nervioso que podían resultar del abuso crónico. Como Moreau de Tours, separaba las locuras tóxicas de las orgánicas –lesión, infección, etc. – y de las neuropáticas, cuya etiología se vinculaba con la herencia. Pero esta diferenciación, como veremos, pronto comenzaría a perder nitidez. Ya se ha dicho que nuestra clínica psiquiátrica se nutrió en sus inicios fundamentalmente en la psiquiatría francesa. Lucio Meléndez y Domingo Cabred, por nombrar dos alienistas especialmente representativos de la primera matriz disciplinar argentina, se inspiraron ampliamente en la clínica francesa. Y de Francia –pero también de Italia, de la mano de Lombroso– provino la noción de predisposición asociada a la toxicomanía. En un trabajo presentado en el Congreso de Medicina de Lille en 1899, que se conserva en la Biblioteca de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires, Paul Sollier, miembro honorario de la Sociedad de Psicología de Buenos Aires, propone reemplazar la clasificación clásica de intoxicaciones de origen terapéutico o de origen pasional por la de formas “organopática” o “psicopática”, porque, afirma, los intoxicados de origen terapéutico pueden muy pronto caer en la categoría de pasionales, ya sea por debilitamiento moral o predisposición. En la forma organopática sólo los órganos son afectados, sin participación mental, y en la psicopática los problemas psíquicos juegan un rol principal. Este tipo puede a su vez dividirse en dos grupos, según que el intoxicado se haya vuelto psicópata por causa de la intoxicación (actuando sobre un terreno predispuesto) o que la intoxicación sea el resultado del estado psicopático. Es este último grupo el que Sollier denomina “toxicómanos” (Sollier, P. 1899: 576-577). Se diferencian de las otras formas porque no tienen un tóxico de preferencia y el acostumbramiento es en ellos a la vez muy rápido y poco tenaz, pudiendo desaparecer rápidamente cuando se les impide el acceso a los tóxicos. Pero en cuanto se les deja en libertad reinciden a la primera ocasión, no por hábito sino “por un impulso irresistible”, sin que hagan ni el más mínimo esfuerzo para evitar la recaída. Esta forma compulsiva de intoxicarse los aproxima a todas las otras formas de obsesiones y compulsiones. Otra característica que los distingue, dice Sollier, es la tendencia a abusar inmediatamente del tóxico empleado, así como la preferencia por sustancias lo más tóxicas posible. El pronóstico es muy desfavorable. A menos de colocar al sujeto en condiciones de vigilancia constante y muy severa, no hay posibilidad alguna de cura. Finaliza afirmando que de todos modos las chances de recuperación definitiva son casi nulas, puesto que el estado psíquico tiene una incidencia mucho mayor que la intoxicación física.
Otro trabajo destacable de la época, publicado en los Anales del Círculo Médico Argentino, clasifica a los enfermos por morfina en “morfinizados” y “morfinómanos”, basándose en la observación de cien pacientes. Los morfinómanos se subdividen en histéricos y psicasténicos. Los morfinizados (reumáticos, asmáticos, tabéticos, etc.) usan el tóxico para contrarrestar el dolor. Coincidirían en cierto modo con la forma organopática de Sollier. En ellos el pronóstico es positivo. Los morfinómanos entrarían en la forma psicopática de Sollier. Dentro de este grupo, los histéricos son los más numerosos. Casi siempre comienzan a utilizar el tóxico por prescripción médica, pero luego continúan por sí mismos, aumentando la dosis y al mismo tiempo las manifestaciones neuróticas, que les llevan muy pronto a desarrollar una “idea fija”. No es difícil desintoxicarlos, pero si no se trata la histeria, afirman los autores –por medio de mecanoterapia, hidro y electroterapia y aislamiento– recaerán muy pronto. Los morfinómanos psicasténicos “forman parte de este grupo de enfermos fóbicos, obcecados, impulsivos, abúlicos y ansiosos, que Falret llama predispuestos hereditarios, Morel y Magnan denominan degenerados y que Raymond y Janet llaman psicasténicos” (Omar, G. y Buvat, J. B. 1904: 359). Este grupo es el de pronóstico más reservado y tratamiento más complicado. Reinciden con mucha facilidad, pasando de un tóxico a otro o incluso consumiendo varios al mismo tiempo. El tratamiento es largo y con muy pocas probabilidades de éxito; consiste en separarlos (definitivamente, en lo posible) del medio en que viven y hacerlos trabajar, preferentemente en tareas rústicas. Chaslin, el maestro de Cabred, puntualiza que la parte más larga y azarosa del tratamiento es el trabajo de “reeducación de la voluntad” (Chaslin, Ph. 1912: 328).
Como hemos tenido oportunidad de constatar, la toxicomanía, desde el comienzo, fue compartida como objeto de estudio por la psiquiatría y la criminología. Con la reforma universitaria de 1874 se creó en la U. B. A. una cátedra de Medicina Legal y Toxicología, que luego se separó en dos cátedras autónomas en 1891. Los estudios de Medicina Legal se inclinaron principalmente hacia la psicopatología forense y la criminología, siguiendo los desarrollos italianos y belgas (Rojas, N. 1936: 19). Vemos así que el capítulo dedicado a la “clasificación de delincuentes” del manual de Nerio Rojas incluye tres tipologías: la de Ferri –italiano– la de Vervaeck –belga– y la de José Ingenieros.
En 1907 Vervaeck abrió un laboratorio de antropología criminal en la prisión de Minimes. En la Argentina, Francisco de Veyga, formado en París con Charcot, Brourdel y Magnan, e imbuído de las ideas de Lombroso y de Ferri, creó un Depósito de Observación de Alienados en dependencias de la Policía, “con el fin laudable de establecer sobre bases prácticas la enseñanza de la medicina legal, por cuya razón se elige el mencionado depósito para que los alumnos puedan estudiar las condiciones mentales de los contraventores” (Citado en: Loudet, O. y Loudet, O. E. 1971: 129), siguiendo las concepciones de la escuela italiana y la belga. Resulta interesante destacar los desarrollos de estas escuelas en relación a las toxicomanías, tal como fueron recibidas y publicadas en los medios científicos de nuestro país en la época –y más tarde citadas por nuestros profesionales–. Vitiglio Tirelli, director del Manicomio y docente de Medicina Legal en la Real Universidad de Turín, afirma que siempre se observa la intoxicación “en tipos previamente tarados”, o sea, en personalidades constitucionalmente degeneradas, en las que “el hábito vicioso es toda una demostración de las tendencias originales”. El elemento que sirve de “sólido cemento” entre la degeneración y el vicio es el factor sexual. En cuanto a la criminalidad, es consecuencia de “la inmoralidad constitucional biológica preexistente”. Tirelli hace una distinción entre “morfinistas y cocainistas” por un lado y “morfinómanos y cocainómanos” por otro. Todos son degenerados, pero los primeros son enfermos y los segundos anormales o viciosos. Los primeros son inmorales y pasionales, los segundos amorales y delincuentes. El inmoral “puede ser inteligente y sensible y lo es a menudo”; el amoral, en cambio, “es, casi siempre, un deficiente intelectual a más de serlo moral”. Entre los morfinistas predomina el tipo afeminado, entre los morfinómanos el tipo viril. En cuanto a la terapéutica, “la esperanza de una curación completa es vana”, debido al carácter biológico y patogénico del mal (Tirelli, V. 1921: 30-49).
Vervaeck, por su parte, considera que la toxicomanía constituye una grave amenaza para la raza, “tarando, tal vez definitivamente, numerosas energías juveniles y multiplicando las degeneraciones” (Vervaeck, S. 1922: 408). Divide a los toxicómanos en dos tipos: constitucionales y ocasionales. Los primeros son neurópatas y anormales hereditarios, incorregibles y peligrosos. Los segundos son pasivos y sugestionables y pueden ser curados si se ataca el mal a tiempo, o sea, antes de que el cuerpo se habitúe. Para Vervaeck lo que produce efectos más fecundos para proteger a la sociedad contra la degeneración física y moral, es la creación de Ligas de Higiene Mental. Es necesario, además, renunciar al “espíritu peligroso de humanitarismo” y “establecer enérgicas medidas de eliminación social contra los delincuentes incorregibles, sean anormales o sanos de mente” (Vervaeck, S. 1922: 415-425). Poco a poco va cristalizando la idea de que es deber del Estado el proteger a los ciudadanos de sus propias debilidades, puesto que los hombres no actúan siguiendo los dictados de la razón sino de las pasiones. Un autor de la época lo expresa de este modo: “Poderoso Estado, el que sabe imponerse sobre los falsos liberalismos, tutelando las debilidades y claudicaciones de los ciudadanos” (Delfino, V., 1913: 586). Tanto las ideas de Vervaeck como las de Tirelli nutrieron el libro Toxicomanías, publicado por Gregorio Bermann en 1926. Por otra parte, todas estas concepciones se verían reflejadas en los proyectos de fiscalización de alcaloides y lucha contra las toxicomanías –ya citados en la Introducción– desarrollados en la Argentina durante el siguiente medio siglo.
Otra influencia que comenzaba a traslucirse en las teorizaciones acerca de las toxicomanías en nuestro medio, a partir de la década de 1920, era la del psicoanálisis. Así, por ejemplo, Gregorio Berman, profesor de la Facultad de Medicina de Córdoba, afirmaba que, al igual que el alcohol, los tóxicos “permiten el paso a la esfera conciente de fantasías y pensamientos (...) que la ‘censura’ detiene en estado de vigilia”. Las drogas, decía, “liberan lo preconciente” (Berman, G. 1926: 18), la cocaína “deja en libertad los componentes de la libido llamados por Freud polimorfo-perversos” (1926: 34). Pero las ideas de este autor, por la resonancia que tuvieron –los trabajos de Bermann fueron conocidos en toda la comunidad hispanohablante y mencionados incluso por autores tan eminentes como Mira y López– merecen ser desarrolladas en párrafo aparte.
Gregorio
Bermann
A diferencia de Los peligros de la Toxicomanía, de Bard (1923c), Toxicomanías (1926) es un libro ordenado, casi un manual. Bermann cita rigurosamente sus fuentes y hace un recorrido exhaustivo de autores y teorías, intentando, como expresa en el prólogo, encontrar respuestas a un fenómeno que prevé se agravará con el tiempo:
Los alcaloides, que proporcionan según sus adeptos goces sin cuento, han quedado incorporados a las cosas estúpidas y terribles que aflijen a nuestra especie. No cabe duda, por desgracia, que subsistirán y se arraigarán. He tratado de saber por qué y por ello lo he considerado como síntoma de una época y en este sentido las toxicomanías serán para el sociólogo índice de una civilización de la decadencia. (1926: 8).
Las tesis que defiende Bermann son dos: que los que se drogan no persiguen el efecto narcótico sino estimulante de las sustancias –aun de las llamadas estupefacientes– y que al menos la mitad de las toxicomanías obedecen a condicionantes de orden social y no a factores endógenos (herencia, predisposición). Veamos cada una de estas afirmaciones por separado.
Bermann comienza diciendo que hay ciertamente, como señalara Tolstoi, quienes buscan en las drogas olvidar las penas, vencer la timidez o reprimir los reclamos de la conciencia. A ellos les cuadra la denominación de “narcómanos”. Pero mucho más numerosos son aquellos que las emplean para aumentar sus energías, excitarse física, mental o sexualmente, sentirse poderosos o alcanzar bienestar, alegría y placer. El término mismo de “dopado”, con que se designa en el habla corriente al ebrio por drogas, proviene de la palabra inglesa doping, que hace referencia al procedimiento ilegal de aumentar el rendimiento de los caballos de carrera mediante ciertas sustancias (1926: 14-17). No obstante, considera que en la apetencia tóxica hay un componente perverso –en el sentido de perversión de instintos vitales que sostiene Krafft Ebbing–. Esta perversión, normal en los niños, es todavía visible en la juventud, en la que siguen primando los “centros emocionales”; sólo al alcanzar la madurez se va educando “el control, la auto-crítica, la atención voluntaria que gobiernan a aquellos centros primitivos y los inhiben cuando corresponde” (1926: 124).
En lo referente a su segunda tesis –acerca de la importancia de los factores sociales en la producción de toxicomanías– señala que resulta tan excesivo hablar del “narcómano nato” como del “delincuente nato” o del “homosexual congénito”. Como lo hiciera notar Bleuler, dice Bermann, el término “degeneración” tiene al menos cuatro significados: el que le diera Morel de herencia mental mórbida que se va agravando en el curso de las generaciones, el referente a las familias con casos frecuentes de enfermedad mental, el de una constitución que sale de lo normal pero no puede ser incluida dentro de ninguna afección determinada, y, por último, el que alude a ciertas psicosis que se desarrollan progresivamente a partir de una constitución anormal. El empleo que él mismo propone del término engloba todas estas acepciones, pero intenta superar la ambigüedad del mismo mediante dos condiciones, establecidas, como es sabido, por Freud: no hablará de degeneración cuando no aparezcan varias anormalidades graves juntas, ni haya daño grave de la capacidad de existencia y desenvolvimiento (1926: 196-197).
En este sentido, si bien asevera que debe reconocerse a Leopold Bard el mérito de ser el primero en encarar las toxicomanías con afán profiláctico, no coincide con la idea que éste tiene de los toxicómanos como seres en el último grado de la miseria física y moral. Bard examinaba a las prostitutas recogidas por la Asistencia Pública de Buenos Aires. La mayor parte de los pacientes que Bermann trató distaba mucho de alcanzar tales estados. Por el contrario, presentaban en general una relativa conservación de la inteligencia, la memoria y la atención. Los sentimientos estaban debilitados y los mayores estragos se notaban en el área de la voluntad. El 65% presentaba antecedentes familiares de alcoholismo como “tara hereditaria”, pero el porcentaje de “alienación propiamente dicha” era poco frecuente. El “factor constitucional” se traducía por “una neuro o psicopatía”, pero no existía en ellos tal cosa como una predisposición especial hacia los tóxicos. Era en este punto donde se hacía evidente la influencia de las condiciones sociales, ya se tratara, en algunos casos, de pobreza, falta de educación e injusticia social, o, en otros, de la necesidad de responder a exigencias excesivas y a una competencia desmedida, o al afán de “figurar”.
Sobre la base de esta concepción policausal, Bermann postuló cuatro categorías psicológicas o “tipos clínico-sociales” principales de toxicómanos: sensuales e impulsivos, perversos, lábiles y snobs. Esta clasificación, con los respectivos grados de peligrosidad que veremos más adelante, fue adoptada por el Gabinete de Toxicomanías de la Policía Federal y definió, en muchos casos, la privación o no de la libertad de una persona. Intentaré caracterizar en forma sintética cada uno de los tipos, sin pretender hacer justicia a la riqueza de la descripción de Bermann, que ocupa todo un capítulo del libro (1926: 237-258).
Los “sensuales e impulsivos”, dice el autor, pecan por “exceso de un sólo instinto o de un grupo de ellos”. Las necesidades se tornan para ellos imperiosas. No reflexionan ni pueden esperar. Suelen ser imprevisibles, pródigos, insensibles al interés ajeno, audaces, pasionales, buscan deliberadamente lo prohibido, quieren distinguirse de los demás, no les bastan los placeres comunes, les atrae lo exótico y misterioso. Bajo la influencia de la droga se vuelven excitables, agresivos y violentos.
Los “perversos” son, en general, mentirosos, cínicos, lóbregos. Todo adquiere en ellos un valor peculiar, diferente al normal. Ponen su “fecunda inteligencia” al servicio de “apetitos viciosos”, de los que se sienten orgullosos, aunque los esconden porque saben que la sociedad los reprueba. Son a menudo amorales, egoístas, fríos, calculadores; no sólo son insensibles a los sufrimientos de los otros sino que incluso intentan provocarlos: son constitucionalmente malignos. Se dividen en dos subgrupos: impulsivos y apáticos. Los primeros son perezosos, indisciplinados, turbulentos; pero los segundos son los más temibles, ya que “intoxican a los que caen en sus garras y los explotan y envilecen sin piedad hasta la muerte” (1926: 248).
Los “lábiles” son víctimas de su temperamento, “nerviosos”, de equilibrio inestable. Les preocupan demasiado las consecuencias de sus acciones, se exaltan o deprimen fácilmente. Muy sensibles al dolor, de poca voluntad y reacciones desmedidas, a menudo presentan ideas fijas, fobias, hipocondría o angustia. Son sensibles, poco calculadores, espontáneos. Sienten remordimientos por el daño que causan a los demás. Solitarios, inteligentes, precoces, frágiles, suelen inclinarse por la vida bohemia.
Los “snobs”, por último, carecen de personalidad, viven prisioneros de la moda, son espiritualmente vacíos, sólo les importan las apariencias, toman ideas y hábitos del ambiente en forma pasiva y creen que les son propios. Son hipersugestionables y mentalmente infantiles, amorfos, sin un objetivo de vida. Indolentes, educados para evitar todo esfuerzo, su única finalidad es parecerse a aquellos a quienes admiran. Forman el grupo menos resistente.
Estos cuatro tipos clínico-sociales pueden a su vez agruparse en dos categorías criminológicas: los impulsivos y sensuales, junto con los perversos, corresponden a lo que Tirelli –como hemos visto– denominaba “amorales”, los lábiles y snobs a los “inmorales” (1926: 276). En cuanto a los grados de peligrosidad, Bermann los clasifica en tres grupos, sobre la base de cinco criterios propuestos por Jiménez de Asúa: la personalidad, la vida anterior al acto delictuoso o peligroso, la conducta posterior al mismo, los motivos que lo impulsaron y el tipo de acto o delito cometido (1926: 278). De acuerdo a estos elementos el grupo más peligroso estaría conformado por los perversos y los impulsivos patológicos, el intermedio por los sensuales y el menos peligroso por los lábiles y snobs (1926: 279).
A
modo de conclusión
He intentado mostrar los caminos por los que, muy lentamente, las toxicomanías comenzaron a ser entendidas como una enfermedad social. Pero el proceso recién se iniciaba. Tendrían que pasar casi dos décadas y una terrible matanza humana –fundamentada en concepciones innatistas– para que el peso de las ideas psicopatológicas se inclinara, luego de la 2ª Guerra Mundial, en la dirección de “lo adquirido” u
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