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Tres reformadores de la
asistencia psiquiátrica:
William Tuke, Dorothea Dix y Clifford Beers
Eduardo Enrique Kraft
Con una preocupación cada vez mayor vemos nosotros, hijos del Siglo XX, con qué furia las fuerzas de la barbarie agreden no sólo a la civilización moderna, sino hasta los mismos fundamentos de la cultura humana. Observamos como todos los progresos técnicos alcanzados en el Siglo XIX se convierten en armas mortales dirigidas contra el espíritu creador que permitió su evolución, y empezamos a dudar si es realmente posible medir la grandeza de una época en términos de caballos de fuerza motriz o de cifras de producción industrial. El barbarismo motorizado nos parece sólo más despreciable por ser motorizado, y más de una vez hemos de recordar hoy día que el brillo frío del progreso puramente técnico hace helar los corazones humanos, y que sólo la acción personal de individuos concientes de la dignidad humana puede crear el clima moral cálido, apropiado para el desenvolvimiento de una verdadera civilización.
El Siglo XIX ha sido muy provechoso para la humanidad, pero sería un grave error asumir que lo alcanzado se deba en primer término a los progresos científicos y técnicos realizados en esta época. Lo esencial fue, a mi modo de ver, el fervor humanitario que supo aprovechar estos progresos en beneficio de la totalidad de "los que llevan rostro humano". No cabe duda ninguna de que la ciencia mejoró, de un modo sensible, las condiciones básicas de la existencia humana, y que tenemos todo motivo para serle muy agradecidos por ello. Pero su obra no hubiera podido ser tan fecunda ni los resultados obtenidos tan notables si no hubiera existido un clima moral que facilitaba, pedía, exigía esta obra y estos resultados.
La psiquiatría, ciencia cuya historia es, según las palabras de Emilio Kraepelin, "la historia de la propia civilización humana", nos brinda ejemplos especialmente evidentes en este sentido. Sin aminorar en nada los enormes progresos que la medicina mental debe al trabajo asiduo e inteligente de toda una serie de ilustres investigadores, hay que admitir que los fundamentos de la asistencia psiquiátrica moderna no se deben a los médicos sino a los tres entusiastas profanos que trato de retratar en estas páginas. Y me parece muy significativo que así sea. El comerciante inglés Tuke, la maestra norteamericana Dix y el banquero norteamericano Beers, en el fondo nada tuvieron que ver con la asistencia y el tratamiento de enfermos mentales. Se ocuparon de los alienados porque se dieron cuenta que alguien debía ocuparse de ellos, y se dedicaron a su tarea con el solo deseo de ayudar a sus hermanos abandonados. Más, aunque sólo fueron guiados por el dictado de su corazón –¿o sería porque sólo fueron guiados por ello?– consiguieron las reformas fundamentales necesarias y revolucionaron la asistencia psiquiátrica. ¡Qué ejemplo! ¡Qué enseñanza!
William Tuke vivió de 1732 a 1822, Dorothea Dix de 1802 a 1887 y Clifford Beers quien vive aún, nació en 1876. Como se ve, las vidas de nuestros héroes forman una especie de cadena ininterrumpida desde mediados del Siglo XVIII hasta nuestros días, y sería, pues, posible hacer, al margen de las biografías que he de relatar, una especie de historia de la asistencia psiquiátrica en los siglos XIX y XX. Quisiera hacer constar que no aspiro a tal cosa. Lo que quiero es muy sencillamente contar la historia de tres vidas: tres vidas paradigmáticas, o, si se quiere, tres vidas ejemplares: vidas, en efecto, que nos demuestran lo que puede pretender y realizar el individuo cuando lo impulsa una voluntad moral entusiasta.
Cuando nació William Tuke, en 1732, reinaba aún en Inglaterra la legislación penal contra la brujería, y no hacía más de 16 años desde que una mujer y su hijita de nueve años habían sido condenadas y ahorcadas en Huntingdon "por haber vendido sus almas al diablo…”. Cuando murió había en el país una opinión pública conciente de sus deberes, el parlamento había nombrado una comisión para investigar los asuntos de la alienación, y el número de manicomios públicos en Inglaterra había aumentado de 3 a 17. Sería exagerado pretender que estos enormes adelantos se debieron todos a los esfuerzos de William Tuke: pero es justicia reconocer que fue él quien mostró el camino y dió los primeros pasos decisivos hacía una reforma fundamental.
El Siglo XVIII ocupa en la historia de la psiquiatría un lugar sumamente ingrato. No cabe duda de que la gran cantidad de relatos horripilantes sobre el trato de los alienados en esa época se debían en primer término al entusiasmo humanitario de los contemporáneos que trataban de vocear su justa indignación. Mas, es un hecho también que de ningún otro siglo conocemos tantos detalles atroces sobre las fallas de la asistencia psiquiátrica como justamente del XVIII, y hay que admitir, de todos modos, que la suerte de los alienados en esta época era todo menos que envidiable.
Los asilos del Siglo XVIII, dice por ejemplo Conolly, “eran sólo prisiones de las peores. En las paredes pequeñas aberturas sin vidrio, o, sin o con vidrios, cerradas con fuertes barrotes de hierro, corredores estrechos, celdas obscuras, patios desolados donde no había ni árbol ni arbusto, ni flor ni siquiera hoja de pasto, soledad o compañía tan casual, que era peor que soledad; guardianes terribles armados de látigos, libres de imponer cadenas y esposas a su discreción: suciedad, semi-inanición, el garrote y asesinatos impunes, estas eran las características de tales edificios a través de Europa". Tenemos testimonios exactos sobre enfermos encadenados durante 8 años sin interrupción. Sabemos de una mujer, que, durante sus excitaciones fué confinada en un lugar completamente cerrado donde le pusieron esposas en pies y manos y dos a tres cadenas a través del cuerpo, para ser castigada a cada rato por una enfermera a indicación del superintendente. Nada se hacía contra el hambre y el frío pues se consideraba que eran saludables para los insanos. La suciedad general hacías que en todos los asilos reinaba un olor muy fuerte, el que fué tan característico para los manicomio que médicos de la categoría de van Swieten y Boerhave (y hasta, en 1836, Friedreich) creyeron que fuera un síntoma de locura. "Los gritos de los furiosos y el ruido de las cadenas" dice Reil "resonaban día y noche en los estrechos callejones frente a las jaulas y no tardaba en quitar a los enfermos nuevos la poca razón que les había quedado". La mortalidad era –casi se debe decir, por suerte– enorme: en París, por ejemplo, murieron de 110 enfermos asilados en 1784 57, y de 151 internados en 1788, 95.
Hubo fervorosos llamados e indignadas protestas en todas las naciones más avanzadas de Europa. Pero un ningún país fueron tan claras y entendibles las voces reformistas como en el único país que ya entonces poseía una opinión pública libre y valiente: Inglaterra. Hombres como Jonathan Swift, Daniel Defoe y John Howard fueron los luchadores de primera fila: diarios y revistas como el famoso "Gentleman's Magazine" los acompañaron: hubo llamados a los parlamentarios de ser "verdaderos patriotas con espíritu de comunidad" y promover una discusión en los Comunes. Pero más influencia que todos estos esfuerzos literarios tuvo seguramente el hecho curioso de que, justamente a fines del Siglo XVIII, hubo dos casos especiales de alienación que despertaron la opinión pública de un modo muy brusco.
El primero de los dos alienados en cuestión fué nadie menos que el primer ministro, Lord Chatham. El Conde de Chatham llegó a ser primer ministro en 1766, en una época de muchas dificultades y peligros para el porvenir de su país. En 1767 se enfermó tan seriamente de gota que cuando pudo volver a sus tareas, podía apenas mover sus extremidades. Poco después sus amigos notaron un curioso cambio en su modo de ser: se mostró, para usar las palabras del historiador Trevelyan "atacado por una enfermedad rara y misteriosa. Los nervios le fallaron; se tornó completamente incapaz para las transacción de asuntos públicos, y, encerrándose en su propia casa, se negó a admitir visitas y abrir los expedientes oficiales. En vano le pidieron sus colegas más íntimos una entrevista de una hora. Cuando avanzó la primavera se retiró a una casa de Hamstead y allí pudo de vez en cuando tomar aire en el campo. Pero permaneció todavía completamente inaccesible para sus amigos". En efecto, para usar ahora las palabras de su cuñado, Mr. Grenville, su estado de salud era "seguramente lo más bajo y débil que la mente o el cuerpo pueden llegar a alcanzar. Todo el día está sentado recostado sobre sus manos que reposan sobre la mesa; no permite a nadie quedarse en el cuarto; cuando quiere algo, golpea; y después de haber comunicado sus deseos, da una señal muda de retirarse a la persona que lo atendió". En el verano de 1767 el Conde de Chatham se fué a Bath y en diciembre a su propiedad campestre de Hayes. Sin embargo, no prosperó la mejoría que se había notado en su estado a fines de este año, y en octubre de 1768 tuvo que renunciar a su alto cargo. Fué en 1775, vale decir a los 8 años de enfermarse, que el Conde de Chatham pudo volver a la tribuna pública; y entonces permaneció sano y en completo dominio de sus brillantes dotes intelectuales hasta el fin de sus días.
Mucho más sensacional aún fué el segundo de los dos casos en cuestión: en 1788 se llegó a saber que el mismo rey Jorge III se había enajenado. En realidad, Jorge ya había tenido un breve ataque de locura en 1765. Pero entonces fué posible ocultar el hecho al pueblo. En 1788, sin embargo, se trataba de un ataque muy serio, y, ene efecto, ya no había mejoría y el rey quedó en estado de alienación hasta su muerte, en 1820. En un pueblo tan fuertemente monárquico como el inglés, la enfermedad del rey causó un revuelo muy grande, pero lo que provocó una verdadera ola de indignación fué la información (debida a una investigación parlamentaria) de que el rey fué frecuentemente atado por sus guardianes, y que éstos no vacilaron siquiera en pegarle hasta dejarlo "flat as flounder", "chato como un lenguado" como dice en su lenguaje plástico un cronista de la época.
Sin duda, una gran parte de la opinión pública pedía y esperaba una reforma. Lo único que faltaba, era el reformador. Mas, es un hecho curioso y muy significativo de que éste no se halló entre los ilustres médicos de la gran metrópoli esclarecida de Londres, sino entre los simples ciudadanos de una pequeña ciudad provincial: el hombre que revolucionó la asistencia psiquiátrica en Inglaterra, fue, en efecto, un comerciante de té de York, William Tuke.
Tuke provino de una familia perteneciente a la secta de los cuáqueros y se educó en la enseñanza de esta congregación religiosa, famosa desde sus principios hasta el día de hoy por su ejemplar espíritu caritativo. No sabemos mucho sobre su juventud; pero podemos asumir que desde muy temprano oyera de la obligación de ayudar al prójimo, y hasta es posible que hubiera escuchado discusiones sobre la triste suerte que corrían los alienados. Es un hecho, de todas maneras, que los cuáqueros se ocuparon más de una vez del problema de la alienación, y hay protocolos acerca de proyectos concretos, acerca del establecimiento de asilos de 1671 en Inglaterra y de 1709 en Estados Unidos.
No se puede decir, sin embargo, que Tuke era desde un principio un hombre esencialmente dedicado a otros. Sabemos que era un comerciante enérgico y exitoso, y el mismo confiesa que pensaba "vivir un poco en gran señor, ganar plata, etc." y que "aspiraba con ansiedad la grandeza mundana y un gran nombre entre la gente". La muerte prematura de su primera mujer que falleció tres días después de dar a luz a su quinto hijo, hizo una impresión muy fuerte sobre él y parece haber dado una dirección muy distinta al curso de su vida. "Estaba completamente roto –dijo más tarde– y tuve la clara sensación de que todo lo necesario vendría si buscaba primero el Reino del Cielo y su justicia".
En efecto, se tornaba cada vez más serio, el porte de su pequeña figura se hizo más erguido y firme, y su interés por los asuntos de la "Sociedad de los Amigos" creció en tal forma que en 50 años no faltó ni una sola vez en las asambleas anuales. Era, sin duda, una figura que inspiraba el respeto general de sus correligionarios, pero no debe haber sido muy popular. La severidad de sus opiniones encontró más de una vez seria oposición, y no nos cuesta comprender por qué, si sabemos que no solo protestó vigorosamente contra la práctica de algunos hermanos de adquirir a veces alguna mercadería sospechosa de contrabando, sino también contra la costumbre, por cierto muy inocente, de erigir modestos monumentos en el cementerio de la Sociedad. Fue él, en efecto, quien insistió en la destrucción de todos los monumentos en los cementerios cuáqueros, y es un poco irónico que su propia tumba ostente un monumento hasta el día de hoy.
Ya tenía casi 60 años cuando el caso trágico de una hermana cuáquera conmovió vigorosamente a la congregación dando a Tuke la gran oportunidad de su vida. A principios de 1790, una mujer, Hanah Mills, fue internada en el manicomio público de York. Este instituto había sido instalado 15 años antes, y no era, seguramente, de los peores. Sin embargo, es típico para la época que la dirección del establecimiento solía hablar no de sus enfermos sino de sus prisioneros, y tenemos toda la razón para asumir que el trato de los pacientes correspondía en todo a lo usual. El hecho es que Hannah Mills murió a los pocas semanas de haber sido internada y que era convicción general entre los cuáqueros que su muerte había sido provocada, o, a lo menos, acelerada por los malos tratos recibidos. En efecto, la dirección del manicomio no había permitido que fuera visitada y esto, correctamente o no, se atribuyó a la mala conciencia de los que estaban encargados de cuidarla.
La reacción entre los cuáqueros fue violenta. Así las cosas no podían continuar. Había que hacer algo. Y fue entonces que Tuke intervino con toda su energía y propuso la fundación de un asilo propio.
En un principio se limitó a consultar particulares, y aunque algunos le dieron su entusiasta aprobación desde el primer momento, no faltaron tampoco los que hesitaron y objeccionaron. Algunos no creyeron que había un número suficiente de enfermos, otros temieron una excesiva carga financiera. Entre los cuáqueros de York hubo quienes se opusieron a la acumulación de tantos insanos en su vecindad, mientras que algunos hermanos del sur de Inglaterra protestaron por la situación poco central de York, y los consecutivos gastos del viaje. Pero Tuke encontró contestaciones satisfactorias para todos, uno por uno convenció a los hermanos opositores y vacilantes, y cuando en Marzo de 1792 hizo una propuesta final ante la Asamblea Trimestral de los Cuáqueros de Yorkshire, no sólo obtuvo la aprobación oficial para su proyecto, sino que consiguió también los primeros fondos: 100 libras en préstamo, 192 libras y 3 chelines en donación y 110 chelines y 6 peniques en contribuciones anuales para 5 años, un modesto comienzo tal vez, pero, sin embargo, un comienzo bien concreto(1).
Tuke se dedicó enseguida, y con entusiasmo, a la realización de su proyecto. Fue necesario encontrar un terreno, hacer construir una casa, hallar personal adecuado. Aparte del médico (el primero era Tomás Fowler, el inventor de la conocida solución de Fowler, usada hasta nuestros días) se buscó a "un sólido amigo religioso con algunos conocimientos médicos capaz de administrar la institución". En cuanto al feliz nombre Retreat (Refugio) lo encontró la nuera de Tuke, esposa de su hijo Henry. El 1° de Marzo de 1796 entró el primer enfermo: el experimento había comenzado.
Pues, era un experimento de veras. El lema del Retreat era un proverbio de Salomón: "Una contestación suave vence toda ira"; por cierto un lema bello y noble, pero ¿iba a ser posible traducirlo en práctica diaria?
Lo que aspiraba Tuke, era sencillamente esto: formar de dirección, empleados y enfermos una gran familia y guiar a los pacientes del mismo modo como un buen padre de familia guía y conduce a sus hijos. Todo debía colaborar en este sentido: el edificio en el estilo de una casa de campo, jardín y huerta del tipo usual en familias burguesas de la época, el personal escogido con la finalidad de dar a los enfermos hermanos en vez de guardianes, la dirección –administrador y administradora– dispuesta a desempeñar los papeles de padre y madre de los insanos. Todo estaba previsto, todo preparado; lo único que faltaba, era la seguridad del buen éxito, y hay en inglés un famoso proverbio que dice que "la prueba del budín se hace al comer".
En efecto, hubo más de una dificultad inicial, sobre todo con respecto al factor humano en la empresa, y en una carta de Tuke encontramos, por ejemplo, la afirmación amarga que "todos parecen desertarme en los asuntos esenciales". Durante algún tiempo, el mismo Tuke tuvo que administrar el Retreat ocupándose de los enfermos "con gran celo, discriminación y humanidad", como dice el cronista. Pero la voluntad férrea del fundador venció todas las dificultades, y cuando la nave administrativa había sido confiada a la excelente pareja Jepson-Allen, tomó un rumbo firme hacia el más completo éxito.
Uno de los primeros testigos presenciales del experimento de York fue un arquitecto escocés, Mr. Stark, quien, al preparar los planos para un asilo en Glasgow, visitaba todos los establecimientos para enfermos mentales en Inglaterra. "En algunos asilos que he visitado –dice Mr. Stark– hay cadenas fijadas a todas las mesas y a cada poste de cama… En el Retreat entran, a veces enfermos furiosos y encadenados, pero les quitan las cadenas enseguida y los inducen casi de inmediato a la obediencia y la conducta adecuada por argumentos suaves y tierna habilidad. Con mucha fineza se atienden los sentimientos menores de los enfermos. Han sido omitidas las rejas de hierro que resguardaban las ventanas y en su lugar se han puesto ventanas corredizas que tienen apariencia de madera; y cuando los visité, los directores trataron de encontrar como evitar los pasadores con los cuales las puertas se cerraban de noche, por causar un ruido brusco y desagradable y dar al asilo algo del aire y carácter de una prisión. Los efectos de tales atenciones sobre la felicidad de los enfermos y la disciplina del instituto son más importantes de lo que, a primera vista, se podría imaginar. El cariño para la casa y sus directores y una atmósfera de confort y satisfacción como pocas veces se observan en tales establecimientos, son consecuencias que se notan facílmente en la conducta general de los enfermos… Se trata de un gobierno humanitario y sumamente hábil el que no necesita ayuda de parte de la violencia y de la fuerza brutal". Otro testigo, tal vez más competente, fue un psiquiátra suizo, Dr. Delarive, quien visitó el Retreat en 1798, vale decir en los tiempos de mayor intervención directa de Tuke, y que publicó sus impresiones en una carta larga e interesante "addressée auz Rédacteurs de la Bibliothéque Britannique". Sería cansador repetir aquí todas las observaciones detalladas de Delarive que coinciden, por otra parte, en mucho con las recién citadas de Mr. Stark. No puedo, sin embargo, suprimir lo que el médico suizo dice sobre los principios del tratamiento en el Retreat; pues su formulación es tan admirable que muestra con una sola frase ese espíritu del Retreat que puede servir de modelo hasta nuestros días: "Vous, voyez que dans le traitement moral on ne considére pas les fous comme absolument privés de raison, c'est-à-dire comme inaccesible aux motifs de crainte, d'espérance, de sentiment et d'honneur, on les considère plutôt, ce semble, comme des enfans qui ont un superflu de force et qui en faisoient un emploi dangéreux".
Hay un gran número de anécdotas que muestran el beneficioso sistema de Tuke en sus detalles: Quien tiene que ver con alienados sabe, por ejemplo, qué problema difícil constituye, a veces, la alimentación de los enfermos, vale decir: su resistencia obstinada de alimentarse. En el Retreat, donde, desde un principio se daba mucha importancia a una buena alimentación, no fué raro que el mismo superintendente se sentara al lado de un enfermo y le diera la comida cucharada por cucharada, venciendo cada vez de nuevo la resistencia del paciente. En otros casos, sin embargo, se emplearon métodos mucho más sútiles."Algunos que se niegan a participar en las comidas familiares son inducidos a comer llevándolos a la despensa para servirse allí según su agrado. Algunos están dispuestos a comer cuando se les deja la comida en sus piezas, o, cuando la pueden obtener a escondidas de sus guardianes. En uno de estos casos las empleadas estaban completamente cansadas de sus esfuerzos. y al llevarse la comida, una de ellas tomó un pedazo de carne, repetidamente ofrecido a la enferma, y lo tiró a la chimenea, diciendo al mismo tiempo que ahora la enferma no lo tendría más. La pobre, que parecía dominada por la regla de contradicciones, se levantó inmediatamente de su silla, sacó la carne de las cenizas y la devoró. Durante algún tiempo las enfermeras utilizaron esa disposición contraria para hacerla comer. Pero pronto ya no fue necesario por desaparecer ese rasgo desdichado de su insanía".
Otro problema que hubo que resolver, fué el insomnio de muchos enfermos. A este respecto les ocurrió a los directores del Retreat una idea, por cierto original. Ya que habían observado que todos los animales duermen después de la comida, consideraron que una cena abundante sería, tal vez, el mejor hipnótico. Por lo tanto, recetaron a ciertos enfermos excitados una gran comida acompañada de un vaso de cerveza Porter y tuvieron la satisfacción de ver que en algunos casos realmente se produjo el efecto deseado.
Gran importancia se dió, muy justificadamente, a la conservación de !as buenas normas sociales. Los modales se cuidaban en lo posible y, en cuanto a las mujeres internadas, hasta se organizaban con regularidad reuniones sociales en las habitaciones de la administradora. Era usual que las participantes en estas "tea parties" se vistieran con sus mejores prendas y que fueran tratadas con toda la deferencia que una buena dueña de casa dispensa en tales oportunidades a sus invitadas; y las enfermas respondían, por lo general, maravillosamente a la atención especial que se les concediera, desarrollándose la función social "dentro de la mayor armonía y alegría".
Sería fácil agregar muchos detalles más, pero dudo si a través de ellos el cuadro se haría más nítido. En efecto, las descripciones entusiastas que nos han dejado los cronistas, no son tan sorprendentes para nosotros como para los contemporáneos. Lo extraordinario en la obra de Tuke es que ella se inició en el año 1792 y que el grandioso experimento reformista se realizó sobre el fondo sombrío de las grotescas condiciones que los enfermos encontraron entonces en casi todos los otros establecimientos psiquiátricos. Hay una sola anécdota capaz de mostrarnos la importancia verdaderamente revolucionaria de la obra de Tuke. Y es la historia de un enfermo que al entrar en el Retreat casi no podía caminar por el largo encadenamiento al que había sido sometido. En el Retreat se le dejó en libertad, y después de algún tiempo volvió a aprender el uso de sus piernas. Este enfermo tuvo un día la visita de un amigo, y cuando éste preguntó qué le parecía el lugar, la miró con gran seriedad y contestó solamente: "Edén, Edén, Edén". No creo que a esta exteriorización de tan inmediata sinceridad se pueda agregar algo más. Tuke hizo un paraíso para los que estaban acostumbrados al infierno, y en esto reside su inolvidable gloria.
Nos llevaría demasiado lejos si tratáramos, a parte de los resultados inmediatos, también las repercusiones más lejanas del experimento de York. Dentro del Reino Unido el Retreat ganó muy rápidamente una fama considerable, y muchos fueron los que lo visitaron y se inspiraron en su gran ejemplo. La situación política de Europa impidió, sin embargo, una mayor influencia en el continente: y cuando, en 1815, volvió a reinar la paz en Europa, William Tuke tenía ya 83 años y no estaba más en condiciones de intervenir como antes con su fuerte personalidad. Debe haber sido una gran satisfacción para él de que a lo menos fuera uno de sus descendientes directos quien propagaba y generalizaba los saludables principios que él había establecido. En 1813 había aparecido aquella famosa "Description of the Retreat" que tanta influencia tuvo en la evolución de la asistencia psiquiátrica, no solo en Europa, sino también en América, y el autor de este libro clásico fue un nieto de William, Samuel Tuke, hijo de Henry quien durante tantos años había colaborado en la administración del asilo.
El libro de Samuel Tuke fue una de las causas más potentes de la histórica investigación que ordenó y efectuó el Parlamento, Británico en 1815 y 1816 y que tuvo como consecuencia inmediata la tan necesaria reforma general de la asistencia psiquiátrica en Inglaterra. Nos impresiona como un bello caso de justicia poética que el fundador del Retreat tuvo aún la oportunidad de comparecer ante la comisión investigadora y declarar en favor de los alienados a cuya suerte había dedicado los mejores esfuerzos de su vida. Su avanzada edad ya no le permitió mostrar la indomable energía de antes, pero sabemos que la impresión que causó, en los diputados, fue muy grande. William Tuke murió en 1822 después de haber alcanzado la bíblica edad de 90 años y no podríamos encontrar mejor epitafio para su tumba que las palabras que él mismo eligió para el Retreat: "Cum bona voluntate servientes". "Servimos con buena voluntad".
Modesto comerciante de té en una pequeña ciudad del norte, de Inglaterra y, al mismo tiempo, por la grandeza de su corazón y la tenacidad indomable de su voluntad caritativa y humanitaria, uno de los más grandes reformistas de la asistencia psiquiátrica, digno de ser nombrado a la par de un Pinel o Chiarugi… he ahí una de las figuras más admirables de la humanidad y una vida realmente ejemplar que merece ser contada a toda nueva generación que crece u
1. La famosa
liberación de los alienados en el Bicêtre de París, gIoria inolvidable de
Philippe Pinel, se realizó unos meses más tarde. Pinel oyó de Tuke en 1798 por
Delarive, mientras que Tuke no sabía nada de Pinel hasta el año 1806.