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Segunda parte

Selección de textos

 

Los textos que se reproducen en esta Segunda Parte incluyen pasajes de la obra de Eduardo Enrique Krapf, publicados en Buenos Aires, en los que el autor despliega ideas originales sobre la especialidad. También se presentan documentos sobre el racismo relativos a la situación judía en la Alemania nazi, y correspondencia oficial de Krapf, así como sus antecedentes profesionales y docentes que ilustran la trayectoria nacional e internacional de este brillante psiquiatra.

 

La esfera de los ideales y los fines inmateriales de la persona

 

 

Eduardo Enrique Kraft

 

Decíamos que el yo está abierto a os fines inmateriales de la persona, pero que comúnmente experimenta la atracción que éstos ejercen sólo como vivencias afectivas vagas. A esta circunstancia se debe, en gran parte, que los fenómenos que ocurren dentro de la esfera de los ideales se confunden con tanta facilidad con los fenomenológicamente muy parecidos que pertenecen a la provincia del ello. Pero no cabe duda de que esta equivocación proviene muchas veces también del hecho que, cuando las tendencias “ideotropas” y los impulsos instintivos (que son responsables para tales fenómenos sentimentales y afectivos) causan un movimiento, se funden generalmente de modo tan íntimo que no se percibe más que un solo móvil (en lugar de una atracción y una pulsión).

El que Freud concibiera el superyo como “una instancia en la cual se perpetúa la influencia de los padres” se explica seguramente, hasta cierto punto, por su adhesión a un materialismo filosófico en el cual no había lugar para una fuerza esencialmente espiritual. Del otro lado, no se puede negar que esta manera de derivar el “ideal del yo” de lo instintivo, encuentra en la fusión de tendencias e impulsos recién mencionada, una especie de confirmación aparente que es por demás sugestiva. Tanto más interesante es que Freud no dió nunca el paso de reclamar el superyo oficialmente para el ello. Pese a llamar por lo menos partes del superyo propiamente (“dinámicamente”) “inconscientes”, lo consideró siempre “una instancia especial” en el yo, a veces opuesta a éste, pero, en el fondo, “de la misma familia”.

De la estructura del superyo se hablará en detalle más tarde. Se mostrará entonces (pp. 98 y sig.) que, en realidad, no pertenece completamente ni a la esfera de los ideales ni al ello, sino que es el producto de una transacción entre estas dos instancias. Pero esto no es el problema que nos ocupa en el contexto actual. Lo que nos interesa aquí es que evidentemente el mismo Freud sentía que hay una esfera “inconsciente que es radicalmente diferente del ello. Hay que preguntarse, en efecto, en qué se basa la seguridad de que ciertos sentimientos vagos expresan intenciones que deben ser distinguidas de las instintivas, y que, como dijo Freud una vez, representan “lo más alto del alma humana en el sentido de nuestras valoraciones”.

No es, de ningún modo, fácil dar una contestación terminante a esta pregunta. Se puede hacer notar, por supuesto, que ciertas decisiones que corresponden, al parecer, a sentimientos imprecisos, tienen finalidades que, por lo menos a primera vista, no cumplen con ninguna necesidad corporal. Si “algo” lleva a una persona a lanzarse en un edificio en llamas para salvar a un niño desconocido, se puede suponer que hizo este acto de coraje para cumplir con un ideal inmaterial. Hay que admitir, sin embargo, que la suposición puede ser errónea: el heroísmo se debió, quizá, al deseo de impresionar a una niña codiciada, es decir: fué “en el fondo” sólo una manifestación del instinto sexual. No mucho más fidedigna es la observación fenomenológica de que los sentimientos que pertenecen a la esfera del ideal tienen comúnmente menos repercusión somática que las emociones que son del ello. Hay, en efecto, vivencias afectivas “espirituales” y “valorativas” de un lado, y “vitales” y “corporales” del otro (Scheler), y las primeras tiene, al parecer, una relación más íntima con la esfera de los ideales que las últimas. No es, empero, muy fácil diferenciar un sentimiento valorativo intenso de uno vital débil –ni que hablar de la complicación que lo valorativo puede “arrastrar” lo vital y lo vital adquirir una “superestructura” valorativa.

Queda, pues, en el fondo, sólo la evidencia psíquica directa de la experiencia “intuitiva”: la aparición de una certeza valorativa absoluta de la “nada”; y esta evidencia tiene, por lo menos en el ambiente cultural de la ciencia moderna, muy poco crédito, pues se describe con alguna frecuencia sólo en el contexto de la vida religiosa, y los testimonios de otras esferas que tenemos con respecto a ella provienen, casi exclusivamente, de personas muy excepcionales: sabios y sobre todo artistas que nos relatan sus vivencias de “inspiración”.

Este escepticismo se parece bastante al que se mostraba –y se muestra en algunas partes todavía– frente a la experiencia psicoanalítica. Lo irracional es siempre angustiante, aun cuando no se ofrece una interpretación instintiva; y es, por esto, igualmente posible “escotomizarlo” cuando viene de lo espiritual como cuando surge de lo corporal. La afirmación de Tertuliano: “Homo naturaliter religiosus” es, para la mayoría de los científicos modernos, una cuestión del creer, no del saber; y si Pascal nos dice que “nous connaissons la vérité non seulement par la raison, mais encore par le coeur”, sorprende a muchos de nosotros que el gran filósofo hable de la verdad en general y no sólo de la “verdad” supuestamente más “subjetiva” de la fe religiosa. Vivencias religiosas se excluyen, pues, con mucho más facilidad del material empírico que la psicología científica está dispuesta a utilizar. Y lo mismo vale para las vivencias de inspiración de sabios y artistas (ni que hablar de santos). No “cuentan” porque son tan raras (como no “cuenta cuando un individuo excepcional como Stendhal describe su complejo de Edipo 50 años antes de Freud). O no se admiten porque se trata de experiencias de “anormales” (con la implicación general de que “ningún genio es anormal” o con la especial de que el relator es sospechoso de ser un “reblandecido” o un “psicópata”).

Hay manera de responder a este escepticismo. Parafraseando a Tertuliano, se puede afirmar: “Homo naturaliter apertus ad experientiam intuitivam” y, a base de esto, se puede invitar a los escépticos a la autoobservación. El que no se cierra se convence, en general, sin mucha dificultad, que experiencias intuitivas aparecen, de vez en cuando, hasta espontáneamente. Mucho más directo, empero, es el camino experimental: La concentración meditativa sistemática (por ejemplo, con un método parecido al de los yoguis) suministra vivencias de este tipo con relativa facilidad (J. H. Schultz).

Una vez aceptado que la esfera de los ideales existe, no es problema mayor indicar los fines inmateriales que se expresan a través de ella. Tanto la conducta que se inspira en estos fines como, sobre todo, las intuiciones a través de las cuales ellos se hacen accesibles al yo, hacen notar que la persona tiende a acercarse al Bien Absoluto y aspira, pues, en proporciones individualmente diferentes, a los ideales de bondad (santidad), verdad, salud, belleza (armonía), etc.

Personas religiosas reconocerán en el Bien Absoluto lo que están acostumbrados a llamar Dios y dirán que el fin trascendental del ser humano es unirse con la divinidad. Agregarán probablemente que, desde este punto de vista, se puede comprender que ciertas personas se conducen “mal” porque se han apartado de Dios.

Estas últimas consideraciones están, empero, claramente fuera del campo de la ciencia y se mencionan aquí solamente para trazar perspectivas. La existencia de la esfera de los ideales y de los fines inmateriales más allá de ella es, en cambio, empíricamente demostrable. Freud lo formuló con claridad admirable: “El hombre normal no es solamente más inmoral de lo que se cree, sino también más moral de lo que sabe” (Tomás de Aquino y la psicopatología ).